El pueblo en el que viví mi infancia era pequeñito, en la provincia, con puros caminos de tierra. Para llegar a algunas casas, como la de mi tía abuela, era necesario recorrer una parte del cerro, seguir la vereda y andar con mucho cuidado, pues podrías tropezar en cualquier momento. Aún con el riesgo que implicaba subir ese caminito, luchar contra esas piedras, los árboles y los animalitos que podían salir al avanzar, era hermoso ir con ella. Su casita era de madera, algo muy modesto y pequeño. Tenía un corral con un par de vacas y muchas gallinas y pollitos. Por un costado pasaba un riachuelo, algo pequeñito, pero que era de gran utilidad para todos, desde mi abuela hasta las plantas y los animales.
Siempre que mi mamá iba a visitarla, a llevarle algo de despensa, yo me unía a ella y no me separaba hasta que me decía que podía ir. A mí me gustaba ver el pueblo desde esa altura y sentir el aire fresco, escuchar a las aves y los ruiditos de los insectos. Era fascinante y, hasta cierto punto, hipnotizante.
Sin embargo, visitarla era algo... Especial. Teníamos que salir muy temprano para regresar al pueblo antes del atardecer. La tía contaba que, ya en la noche, era posible escuchar cosas que no le pertenecían a la naturaleza. Ella sabía y reconocía que ciertos animales hacían ruidos muy parecidos a los humanos, pero había cosas que no podían igualarse, no tanto a nivel auditivo, sino la sensación que le dejaban al cuerpo. No sé si me explico, pero es algo bastante real, algo que aprendí desde su experiencia y que también me tocó vivir en carne propia.
Un día de los tantos que la visitamos, cuando apenas íbamos subiendo el cerro, me dió la impresión de que había una persona trepada en los árboles. No sé si hombre, no sé si mujer, pero bien trepada, brincando de una rama a otra y deteniéndose, cada tanto, a observarnos. Me estaba dando miedo, quería regresarme a la casa, porque eso no era normal, de eso estaba seguro. Cuando le pregunté a mi mamá si ella también la veía, detuvo su andar nada más para lanzarme una mirada fúrica:
—Tú dijiste que querías venir y no nos vamos a regresar. Deja de inventar cosas. Avánzale.
Traté de explicarle que a mí sí me gustaba ir con mi tía, pero que esa ocasión se sentía diferente, pero de nada sirvió. Hasta apretó el paso para obligarme a caminar cada vez más rápido, para que no me diera el aire para contarle lo que estaba viendo y sintiendo. Tenía mi mente, cada uno de mis sentidos, bien claros en no perderla de vista, en seguirle el paso, pero también tenía a cuestas la mirada de esa cosa entre los árboles, ese ente que se balanceaba de una rama a otra, queriendo, a todas luces, ser vista por mí o por mi madre.
Cuando por fin vimos la casa de mi tía, la vi sentadita en una silla de madera, hablando con sus gallinas y dándoles de comer en su mano. Las vacas pastaban cerca del riachuelo y lanzaron un mugido al vernos llegar porque, aunque la gente no lo crea, todos los animales conocen y detectan a quienes los quieren y no les hacen daño. Mi mamá y yo nos acercamos a paso normal, mientras mi mamá llamaba por su nombre a mi tía:
—¡Doña Encarnación! Ya le trajimos sus sopitas, tía.
Pero no había respuesta, sólo los sonidos de la naturaleza y de los animalitos.
—¿Tía? ¿Me escucha? ¿Está bien?
Y mi tía, que seguía dando comida a sus gallinitas, se levantó de la silla donde estaba y entró a su casa.
—¿Ora qué bicho le picó a tu tía?
—No sé, mamá ¿Quiere que le corra?
—No, hijo, ya casi llegamos.
Al acercarnos a su casita, notamos un olor muy fuerte, como algo echado a perder. Tal vez la comida de los animales, o tal vez se perdieron un par de huevos y ya estaban podridos. O una gallina que murió y no había sido bien enterrada, por la avanzada edad de mi tía, que no se pudiera agachar bien. Mi mamá entró a la casa, mientras yo me quedaba afuera a alimentar a las gallinas. Todo estaba bien, hasta que mi mamá lanzó un grito aterrador:
—¡Elías! ¡Vámonos, vámonos!
—Pero, mamá, la comida de mi tía...
—¡Está muerta, Elías, está muerta! Hay que avisar para que la vengan a sacar.
—Pero ella estaba...
—¡Eso era un ánima, Elías! Tu tía anda de ánima errante porque no la han enterrado ¡Dios se apiade de su alma!
Entonces, mientras corríamos cerro abajo, entendí que aquello que veía desde los árboles, era el fantasma de mi tía. Y, aunque mi mamá siempre dijo que era por el ritual del entierro, yo sé que andaba errante porque le preocupaban sus animalitos, los cuales yo me dejé y cuidé con mucho amor y los sigo cuidando hasta el día de hoy.
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Muchas gracias por leer. Estaré actualizando con frecuencia, así que pasa y disfruta de estas historias de las cuales, por fortuna, no eres el protagonista.
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Editado: 03.05.2025