Historias de Cementerio Vol. 2

La última esperanza — Parte I

¿Qué haces cuando ya tocaste fondo y parece que la vida, Dios o el destino siguen escarbando para que te hundas más y más? ¿Qué pasa con las vidas de aquellos que ya le perdieron sentido y gusto a la existencia? Lo cierto es que, en muchas ocasiones y por desgracia, la vida nos da reveses impresionantes y golpea tan duro, una y otra vez, que te cuesta mucho trabajo levantarte. A veces, sientes que ya no puedes. Y otras, la que nos trae a esta historia, necesitas sostenerte bien de alguien o algo que te ayude a salir. Esta historia no es mía como tal, pero sí le pertenece a mi familia, la abuela de mi mamá, para ser más específico.

Siendo una niña, la abuela de mi mamá, a quien llamaremos Rocío, quedó huérfana a los 9 años. Tenía una casita de madera, la cual pertenecía a la familia de su papá quienes, en una mezcla de decencia y piedad, le permitieron quedarse, pero no le daban nada de comer, pues "ella misma tenía que procurarse". Todos los días sin falta se iba al pueblo y preguntaba en los puestos o en las casas si necesitaban que alguien hiciera la limpieza o algún mandado. Cuando necesitas, cualquier cosa, por pequeñita que sea, suma. La situación era desesperada, pues había días donde apenas sacaba dinero para comer. Algunas personas llegaron a tenerle lástima y le regalaban un pan, fruta o un poco de los alimentos que ellos mismos preparaban. Era una vida bastante penosa y todos le decían que debía consolarse con seguir viva, con estar aquí, que ya encontraría la manera de salir adelante.

Pero Rocío no era conformista. De hecho, luchaba y le daba pelea a la vida, pero la vida misma se empeñaba en hundirla. Hasta ese día, en el que, estando en el mercado, una mujer ya anciana, demasiado, según cuentan, la detuvo, pidiéndole que le ayudara a llevar una bolsa con fruta hasta su casa. Tenía mucha desconfianza, pues, aunque era niña y eran otros tiempos, sí sabía de historias de niñas que seguían a señoras como esa, en apariencia inofensivas, y ya nadie las volvía a ver. Sin embargo, ese día había sido bastante malo para Rocío. Ya eran casi las 03:00 pm y no había ganado nada de dinero y, si la cosa seguía así, este sería el cuarto día en el que no tendría una buena comida, sólo las sobras de alguien más. Así que aceptó. Al final, la vida ya era bastante cruel e injusta con ella ¿Qué importaba si la muerte llegaba de la mano de la ilusión de un pequeño trabajo bien pagado? Pero esta señora no era nada de lo que Rocío había pensado.

La casa era grande, hermosa y muy limpia. Dejó la bolsa del mandado en la cocina, le ayudó a acomodar las compras, se quedó a comer y, además, ya cuando se iba, le extendió un billete. Así, sin más: no era una moneda, sino un billete y de una denominación alta. Rocío apenas podía creerlo: ese dinero le serviría para comprar mucha comida, incluso un par de zapatos o un vestido.

—¿Qué? ¿Te parece poco? —Se río la viejita—. Porque no puedo darte más, no por hoy.

—No, no es eso, doñita —un par de lágrimas corrieron por las mejillas de Rocío y se le quebró la voz—. Es que nunca había visto tanto dinero en mi vida, menos desde que mis papás murieron.

—¿Cómo? ¿Eres huerfanita?

—Sí, doña. Ahorita ya me voy corriendo a mi casita, ya que me hizo favor de llenarme la panza.

—Vuelve mañana y te daré más dinero.

—Pero tengo que trabajar...

—¿Confías en mí? —Hubo un silencio incómodo, el cual fue interrumpido por la señora— No te queda de otra, ¿cierto? Vente mañana, lo más temprano que puedas.

—Está bien, señora, yo vengo.

—Dime Cleme. Me llamo Clementina.

—Sí, doña Cleme, mañana vengo.

Y se fue a toda prisa a su casita porque el sol ya había empezado a caer y eran otros tiempos, pues no había iluminación en las calles. Al estar ya en la cama, con la barriga llena por primera vez en mucho tiempo, cerró los ojos, dispuesta a descansar para ir al día siguiente con esa señora. Y es justo en este punto donde empieza lo extraño, pues tuvo un sueño que jamás olvidó y que, al ser parte de esta historia, pasó de generación en generación.

En el sueño, Rocío veía a sus papás y se acercaba a toda prisa a ellos, pidiéndole que le permitieran acompañarlos pues ya no soportaba la vida, tan triste y complicada desde su partida. Su padre la tomó entre sus brazos y la levantó con mucha facilidad, como si ella fuera una bebé, y su madre se unió al abrazo. Eso se sentía tan bien, tan cálido y tan real que empezó a llorar y suplicó con mayor insistencia que le permitieran morir e irse con ellos, que la vida ya no tenía sentido, que la miseria y el dolor eran insoportables. Ninguno de los padres le respondía, sólo la abrazaron, dejando que se desahogara. Una vez que se quedó sin palabras por decir, el abrazo se terminó y la colocaron en el suelo, alejándose poco a poco. Rocío empezó a llorar y gritar que no la dejaran otra vez, hasta que vio a doña Cleme salir de algún punto desconocido, tal vez incluso de enmedio de sus padres, donde había estado ella en ese abrazo tan especial. Y, al unísono, ambos padres dijeron:

"Es la última esperanza"

Y despertó, bañada en lágrimas y sintiéndose abandonada, una vez más, por sus padres. Pero, ¿por qué había aparecido esa señora? Apenas la conocía y ese sueño había sido muy íntimo y real. En lo que restó de la noche de pudo dormir más, así que se puso a ordenar su casita, a dejarla muy limpia. Tenía rato que no lo hacía, pues siempre salía temprano para ganarse algo de dinero para comer y regresaba ya bastante tarde y muy cansada. No sabía ni entendía porqué lo estaba haciendo, sólo sabía que era algo que tenía que hacer. Esto hizo que el tiempo avanzara más rápido y siendo ya una hora prudente, Rocío salió de su casa para ir con doña Cleme, tal como dijo el día anterior.

Al estar frente a la puerta de la casa de esta señora, sintió un escalofrío extraño, pero no de advertencia o de peligro inminente: más bien era ese escalofrío que te da cuando alguien te toma por el cuello o del cabello totalmente desprevenido. Había alguien más allí, acompañándola. Doña Cleme tardó en abrir la puerta. Rocío esperó con calma, sabiendo que ella era una mujer anciana, que su movilidad no era tan buena, pero escuchaba el ruido detrás de la puerta. No había respuesta. Empezó a gritar: "¡Doña Cleme! ¡Doña Cleme!". Pero no había respuesta. No le quedó más que esperar con mucha paciencia, bajo el intenso sol y la mirada curiosa de los vecinos, quienes al principio se preocuparon, pero que perdieron el interés al ver que era una niña desnutrida. Hasta que apareció la señora Clementina.




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