Historias de Cementerio Vol. 2

La última esperanza — Parte II

Rocío creció y prosperó. Supo manejar bien sus recursos pues, al llegar a la ciudad, compró una casa mediana, pero que tenía una bodega como parte de la propiedad; consiguió proveedores e inició su tiendita de abarrotes, la cual, en el mediano plazo, se convirtió en un mini súper y luego tuvo sucursales dentro de la ciudad, después fuera de la ciudad y terminó siendo una franquicia pequeña, pero importante. Durante este proceso, conoció a un hombre que le solicitó trabajo como administrador, se enamoraron, luego se casaron y tuvieron cinco hijos y la vida siguió avanzando. Luego esos hijos tuvieron sus propias familias, excepto uno, que murió de forma misteriosa al interior de la casa. Las autoridades dictaminaron que había sido suicidio, pero su corazón de madre no le permitía entender eso porque todos sus hijos no tenían ninguna carencia, ni emocional ni económica. Un evento desafortunado, pero que no impidió que la vida siguiera.

Como ya se mencionó, los otros hijos del matrimonio tuvieron sus propias familias. Cuatro familias en las cuales volvió a repetirse el mismo evento desafortunado: Rocío perdió cuatro nietos en las mismsas circunstancias en las que había perdido a su hijo. "Suicidio", de acuerdo con las autoridades, pues era la respuesta más obvia, pero no la adecuada porque, además de que cada familia había perdido un hijo, también tenían en común la edad: todos tenían entre 12 y 13 años, ese periodo extraño en la vida en que se deja de ser niño, pero tampoco eres un adolescente del todo. Y, aunque era extraño y doloroso, nadie parecía darle la importancia necesaria, salvo el duelo y el "recuerdo": contar sus historias y anécdotas como si esa fuera una especie de "nueva vida", un tributo sencillo, pero lleno de amor.

Al menos eso creían.

Cuando mi mamá, a quien llamaremos Martha, creció y tuvo su propia familia, al igual que sus hermanos y primos, las cosas comenzaron a cambiar. Para Martha, su hermana Paula y dos de sus primas, Iraís y Fernanda, hablar de salud mental con todos los hijos y sobrinos era importantísimo. De hecho, todas ellas tenían formación como psicólogas y se apoyaban unas a otras en la búsqueda de signos de depresión infantil en cualquiera de nosotros, pues temían que la historia volviera a repetirse. Y, por desgracia, así pasó. Cuando el primero de mis primos se suicidó a la corta edad de 12 años, todas las alarmas se encendieron y ellas estuvieron platicando por largas horas, buscando una buena explicación para ello, pero no tenían una respuesta, hasta que mi prima Ana, de 6 años, se acercó muy triste, pues el difunto era su hermano. Era un mar de llanto y las primeras palabras fueron incomprensibles pero, después de eso, el mensaje fue muy claro:

—Mi hermano le tenía miedo a lo que salía del clóset en las noches.

—A ver, Anita, trata de calmarte, explícanos.

—Él se fue a dormir muchas veces a mi cuarto porque había algo feo en su cuarto y también decía que las voces lo seguían.

—¿Voces?

—Sí, voces. Yo sólo las escuché una vez, cuando venían atrás de él.

—¿Cómo que atrás?

—Es que pasa cuando los adultos no están y dijeron que vendrían por los demás.

—¿Quiénes?

—No sé, yo sólo escuché eso, yo no sé... Extraño a mi hermano.

Entonces pensaron que el niño podría tener signos de esquizofrenia y no lo detectaron a tiempo. Eso cambió su lista de cosas por verificar en los niños para evitar la tragedia, pero no contaban con lo que venía después:

—Yo también las escucho —dijo Benito, un primo que estaba a un par de meses de cumplir 12 años—, y siento que me voy a volver loco, porque me repiten una y otra vez que tengo que pagar lo que debe mi familia, que mi lugar es con los muertos...

Benito se quebró y, entre gritos y llantos, les pedía ayuda, que lo libraran de tan terrible destino al cual se sentía condenado y obligado, cada vez más cerca de concretar los planes que esa voz tenía para él y sólo para él. Justo en ese momento, entendieron que lo que estaban buscando tal vez no era algo del tipo clínico y que, más bien, necesitaban ayuda de otro tipo.

Fue así que alguien, alguna amiga o un conocido, las contactó con Carmela, una señora de unos 40 años que se ganaba la vida leyendo las cartas y haciendo limpias. Ninguna tenía experiencia con este tipo de cosas, así que no sabían qué esperar al estar en ese lugar. Al llegar, vieron que era una casa normal, como la de cualquier otra persona, con un recibidor bonito, una sala limpia y, justo por un costado del recibidor, había una puerta. Carmela les dijo que entraran. Era una habitación de buen tamaño y, en ella, no vieron otra cosa sino imágenes de santos y vírgenes. Al centro se encontraba un crucifijo grande que, a su derecha, tenía una figura de igual tamaño de la Virgen de Guadalupe y, a la izquierda, de la Santa Muerte.

—No le tengan miedo a la Niña, mejor díganme, ¿qué las trae por aquí?

—Tenemos una situación familiar, señora Carmela —mi madre empezó a hablar con voz temblorosa, pero dispuesta a enfrentar lo que venía—. Pero... Los suicidios... ¿Cómo le digo? Son comunes y se repiten en generaciones.

—Ah, ya veo. Cuéntame lo que sepas.

Y, entre Martha, Paula, Iraís y Fernanda explicaron la situación lo mejor que pudieron, uniendo las historias que conocían, y parecía más bien que estaban tejiendo un manto enorme que las cubría, algo que, entre más lo hablaban, más misterioso y extraño se volvía, incluso para ellas. Carmela sólo las veía con atención, sin decir ninguna palabra y parecía, más bien, que estuviera observando algo que se encontraba atrás de ellas o encima de sus cabezas. Sin embargo, no interrumpió: las dejó terminar la historia y, cuando lo hicieron, tomó la palabra:

—¿Eso fue lo que les contó Rocío?

—Sí, eso fue lo que nos dijo.

—Traíganla con ustedes, porque esa no es la verdad.

—Pero, ella...

—Está viva y sana, ¿no? ¿Cuál es el problema? ¿No le gusta salir a la calle?




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