Historias de Cementerio Vol. 1

Epílogo

Confiteor Deo - Parte VI

El día que Luisa murió... Nadie tuvo que decirme nada: fue al día siguiente de su visita a la iglesia, justo como ella me lo había dicho. Lo raro no es que muriera: al final, todos vamos a morir, unos antes, otros después, pero moriremos. Además, ella era vieja. Nunca supe su edad, pero según decían varias personas, era de las más ancianas del pueblo. Muchos de los viejitos que se la vivían en la iglesia me decían que compartieron tiempo y juventud con ella, que les tocó conocerla cuando era aprendiz de la otra bruja, aunque nunca me atreví a preguntar si era de la que llamaba "maestra" o a la tal Naesly.

No, lo relevante de la muerte de Luisa fue todo lo que ocurrió después de su último aliento. Para empezar: de ser un día común de invierno en el pueblo, con su sol radiante y sus aves cantantes, se hizo de noche. La oscuridad era muy parecida a la que se tiene cuando ocurre un eclipse total de sol: no se trataba de tinieblas envolventes y aterradoras, sino, más bien, una oscuridad opaca, como si alguien hubiera añadido un filtro capaz de empalidecer los colores, haciendo que parecieran muertos, sin rastro de vida.

Las personas del pueblo empezaron a llegar a la iglesia, asustados. En ese punto, noté que la oscuridad era el menor de los problemas. Un viento extraño, bastante agresivo, soplaba allí afuera. Además, había brisa, pero no era suave: era de esa que es muy afilada y parece estar dispuesta a cortar la piel de aquel que se atreva a darle la cara. Me paré frente al altar, viendo los rostros nerviosos, a las madres sujetando las manos o los rostros de sus hijos, las ancianas sujetando sus rosarios y moviendo los labios a toda velocidad, los hombres de todas las edades apretando sus machetes, organizándose para atacar:

—¡Padre! Es esa maldita bruja —un hombre joven y con mucha musculatura dió un paso al frente—. Esta oscuridad y el viento... Todo viene de la casa de esa puta bruja.

—¡Hijo! ¡Estás en la Casa de Dios!

—¡Déjese de formalismos, Padre! ¿Nos va a ayudar o no?

—Pero eso se arregla con la oración, llevando a Dios como escudo y bandera...

—Por eso rezamos nosotras, Padre —dijo una de las ancianitas que rezaba, dejando su libro y su rosario de lado—. Que vayan a matar a esa desgraciada.

—¿¡Cómo pueden estar hablando así en este santo lugar!?

—Está claro que no quiere ayudarnos —el hombre joven se dió la vuelta y se dirigió al pueblo— ¡Es momento de acabar con esa bruja! ¡Vamos por ella!

—¡Sí! ¡Hay que quemarla!

Y la multitud, conformada por más hombres que mujeres, se fue rumbo a la casa de doña Luisa, luchando contra el viento y la tormenta que acababa de desatarse. Pude ver cómo se alejaban con dificultad, con los pies atascándose en el lodo, algunos resbalando sin ninguna consecuencia, otros cayendo... Pero todos tenían claro su objetivo, nada podría detenerlos y yo lo sabía bien. Nada puede detener una turba furiosa. Tal vez Dios podría hacerlo, pero incluso su hijo fue víctima de una de esas y, ya cuando las cosas se calmaron, se arrepintieron de lo que habían hecho ¿Pasaría lo mismo aquí?

Me reprocho mi tibieza. Siempre lo haré. Yo sabía que Luisa estaba muerta y quién sabe qué barbaridades harían esas personas cuando vieran su cadáver. Intenté alcanzarlos, pero el viento era muy intenso y no me dejaba avanzar: retrocedía y retrocedía hasta que terminé dentro de la iglesia, recibido por las manos de dos mujeres, quienes impidieron mi caída. Intenté levantarme, pero mis piertas estaban muy cansadas por el esfuerzo. La lluvia se intensificó, el viento rugió furioso. Fue entonces cuando las puertas de la iglesia se cerraron de golpe. Sí, puertas de 7 metros de alto, medio metro de ancho, de madera de roble, increíblemente pesadas, cerradas por el aire. De esa intensidad estoy hablando. Intentamos abrir entre varias personas, pero no podíamos: nuestra única salida estaba sellada.

Un grito amenazante siguió a un enjambre de gritos de terror y esos gritos, que sabíamos que provenían de las personas que habían ido a casa de Luisa, nos hicieron sumergirnos en una desesperación total. Teníamos que abrir la puerta, teníamos que ayudar.

Los gritos seguían, pero se veían enmudecidos por una tormenta eléctrica, cuyos rayos iluminaban aún por debajo de la puerta y hacían resplandecer las ventanas, y cuyos truenos hacían temblar el cielo a nuestros pies. Mientras intentábamos abrir la puerta, rezábamos con toda intensidad el Santo Rosario. Una, dos, tres veces. No dejamos de rezar, de suplicarle a Dios que nos escuchara, que acabara con esta locura.

Y, así como había empezado el caos, llegó el silencio.

La puerta se abrió sin oponer ninguna resistencia. Lo primero que notamos fue el lodo, que entró a la iglesia con la misma intensidad que haría una cubetada de agua. Estaba amaneciendo. Todos perdimos la noción del tiempo y, al parecer, este evento tan extraño llevó la noche entera. Salimos de la iglesia en busca de las otras personas, pero no vimos a nadie... Lo único que vimos fue cómo empezaba a correr un camino de agua ensangrentada, el cual nos guió a una montañita hecha de cuerpos, los cuerpos de aquellos insensatos que se habían lanzado en busca de Luisa. Justo en la cima, estaba ese joven, el que inició todo y, a su lado, doña Luisa. Pero eso no fue lo más impresionante de todo. Arriba de ese espectáculo de sangre y muerte se levantaba una figura, cubierta por un halo místico, algo celestial. Caímos de rodillas ante ella.

Era la Virgen. La Virgen vino a visitarnos. La Virgen vino a salvarnos.

🦇🦇🦇

Muchas gracias por acompañarme en esta aventura. Te invito a darle like al libro "Historias de Cementerio". Anímate a leerlo de nuevo y déjame tus comentarios.

Estén pendientes del inicio del Volumen II de Historias de Cementerio y del especial de Semana Santa, para disfrutar al máximo estos días de descanso.




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