Historias de Cementerio Vol. 1

Muñeca

El cementerio está lleno de historias que los protagonistas se llevaron a la tumba. Literalmente. De esas historias, lo único que puede conocerse son los eventos que desencadenaron la desgracia y condujeron al fatídico resultado. Tal es el caso de Lizeth y Erika.

Lizeth, hija de un matrimonio que, en apariencia, era feliz. A los ojos de toda la gente que los conocía, eran la familia perfecta: siempre bien vestidos, de buenos modales, sonrientes, corteses, amables y muy educados. Eran de una buena posición económica y Lizeth, de 14 años cuando sucedió esta historia, jamás conoció la carencia. Esa familia era de esas que podías ver en la iglesia cada domingo, después en alguna plaza comiendo, tal vez en una exposición de arte o yendo a ver una película. Reafirmo: eran una familia perfecta al ojo público.

Sin embargo, cuando se cerraba la puerta de la casa, el horror entraba junto con ellos. Para empezar, el papá tenía problemas de alcoholismo desde hace ya varios años y se habían enterado de muchas aventuras, tanto con mujeres como hombres. La mamá tenía problemas de ira y siempre lo pagaban su hija y el perro de la familia. Además, después de la última infidelidad descubierta, la señora era más agresiva con su hija, quien le recordaba físicamente a su marido. Los gritos, maldiciones y golpes eran una constante y cada minuto dentro de la casa parecía eterno, pero, si Lizeth intentaba quedarse un tiempo extra en la escuela o en la casa de alguna amiga, las cosas se podían complicar muchísimo más para ella.

Justo aquí llegó una luz: Erika.

Erika entró a la vida de Lizeth como sólo los amores adolescentes pueden hacerlo: de golpe, sin avisar y con toda la intensidad posible. Ambas lo supieron cuando se vieron a los ojos ese domingo, mientras el sacerdote daba su sermón en la iglesia. Sus miradas se iluminaron con ese brillo especial que sólo el primer amor te puede dar y ambas se sonrojaron, aunque eso no evitó que se siguieran buscando cada tanto. Encontró la excusa perfecta para acercarse a ella: le dijo a sus padres que iría a preguntar si podía sumarse a un grupo religioso para jóvenes mientras ellos platicaban con el sacerdote y otras personas. Se acercó muy nerviosa, pero trató de actuar con la mayor naturalidad posible:

—¡Hola! No te había visto por aquí. Soy Lizeth.

—Me gusta más "Lizzy" —su voz tenía un tono coqueto—. Yo soy Erika. Recién me mudé a esta ciudad y es la primera vez que venimos a la iglesia, pero... Ah, no me gusta, me parece muy bobo, algo para gente tonta. Preferiría estar en cualquier otro lugar —notó algo de incomodidad en el rostro de la chica—. Este... Sin ofender.

—No me ofendo, Erika. Podemos opinar distinto y ese jamás será un problema.

—¿A qué escuela vas?

—Estudio en la Vicente Guerrero, la que es secundaria y preparatoria.

—Ah, interesante. Espero verte pronto.

Intercambiaron números de teléfono para mantenerse en contacto y Lizeth salió corriendo al encuentro de sus padres. Había tardado mucho y eso tendría una consecuencia en cuanto llegaran a casa, pero, después de haber visto de cerca la hermosa sonrisa de Erika, ninguna palabra o golpe podría hacerle daño.

Y así pasaron un par de días hasta que, una mañana, durante las primeras horas de clase, Lizeth vió entrar a Erika a su salón, bien uniformada y con mochila en mano. Ambas se miraron y Erika corrió hacia ella para abrazarla, como si se conocieran de toda la vida y hubiera transcurrido otra vida más sin verse, sin tener noticias una de la otra. Sobra decir que su amistad floreció: podían pasar horas y horas hablando, pero también podían estar en silencio, sólo disfrutando de la presencia y compañía de la otra.

Transcurrieron varios meses y todo parecía un sueño. Incluso Lizeth empezó a planear su fiesta de quince años, algo que a su madre le entusiasmaba muchísimo más que a ella. Faltaban más de medio año y, según la señora, "tenían el tiempo encima". Así, las amigas sólo tenían el horario de clases para verse y disfrutar de su compañía y ese tiempo era más que suficiente para que la amistad fuera avanzando cada vez más. Ellas se daban cuenta, al igual que sus compañeros de clase y algunos profesores chismosos, pero los papás de ambas hicieron oídos sordos. Era mejor ignorar todas esas voces y rumores que enfrentarse a la verdad. Hasta ese fatídico día...

Aunque todos en casa de Lizeth estaban entusiasmados por la fiesta, nada podía evitar que el padre siguiera con sus borracheras y sus aventuras. Justo así encontró su final: venía muy tomado, manejando a exceso de velocidad por la carretera y, al tomar una curva cerrada, el auto se fue hacia el vacío. Iba acompañado de dos mujeres y un hombre, todos igual de alcoholizados y, al final, carbonizados. Costó mucho recuperar los cuerpos y, una vez que estuvieron en la morgue, las familias fueron contactadas para dar la fatídica noticia.

La madre de Lizeth no se veía tan afectada por la muerte de quien fue su marido por poco más de 17 años. Fue más chocante que se acercara la familia de una de las mujeres, exigiendo el pago de los gastos funerarios porque "ella estaba embarazada de ese señor", que, de hecho, ese era el motivo del festejo. Para evitar escándalos, accedió a pagar un féretro sencillo y económico, aunque esto molestó mucho a estas personas, quienes pedían más y más a cambio de "no revelar lo que sabían". Cómo si le importara. Suficiente humillación le estaban haciendo, tanto los muertos como esos vivos argüenderos.

Erika llegó a la funeraria a acompañar a Lizeth. La abrazaba, tomaba sus manos, le hablaba al oído... Quería encontrar el punto exacto para darle consuelo. Con lo que no contaban es que la madre ya había pasado un mal rato y las miradas y señalamientos que le hacían las personas la tenían entre humillada e incómoda. Así que, cuando las vió frente a frente, con las manos entrelazadas y a unos centímetros de besarse, su furia se desató. No podía soportar algo así: una aberración de la naturaleza, maldición de Dios, la invitación del Diablo a habitar entre los humanos, la degeneración más profunda. Y las maldijo a ambas, pero más a su hija, quien incluso se llevó un par de bofetadas. A Erika la tomó por el pelo y la sacó a rastras de la funeraria, prohibiéndole que se acercara de nuevo a su hija. La mujer no esperó más y ordenó que se llevaran a enterrar a su marido, así sin más, sin velorio, incluso sin misa exequial y, en menos de dos horas, ya estaban de nuevo en su casa.




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