Conocí a Mauricio en mi primer año de la universidad. Él era guapísimo, me deslumbró a primera vista: su cabello castaño, sus ojos marrones, su piel apiñonada; era alto, se veía que hacía ejercicio porque tenía los músculos bien marcados, su labio superior era fino, pero siempre, cada que los movía para hablar o hacer alguna expresión, me invitaban a besarlos. Y su voz... Cada vez que hablaba quería que el mundo entero guardara silencio para no perderme ningún detalle, ninguna nota, ningún sonido. Estaba tan enamorada de él, lo tenía tan idealizado, tan alto en un pedestal, que lo sentía inalcanzable y nunca me atreví a hablarle. Me conocía porque éramos compañeros de curso, pero nada más. Y para mí, el hecho de que supiera que yo existía en este mundo era más que suficiente: me bastaba para motivarme a ir a la universidad aunque estuviera muy enferma.
Un día, decidí hacer mi movimiento: me acerqué a hablarle a Mauricio, con un simple "Hola, ¿cómo estás?". Me comporté muy agradable, incluso dije que me gustaban algunas cosas, aunque no fuera así. Tenía que hacer de todo para que él se sintiera cómodo conmigo, que creyera que teníamos muchas cosas en común y ya lo demás se resolvería poco a poco. Hasta que descubrí que tenía novia. Eso me rompió el corazón por completo, pero, en cierta medida, no perdí la esperanza porque ahora era mi amigo, ¿no? Existía una pequeña posibilidad de cruzar la línea. Y así lo hice: comencé a ser más amable y cariñosa con él, a darle regalos, a reírme de sus chistes aunque fueran malos. Pero no funcionó, él no me veía de otra manera y no dejaba de amar y adorar a su novia y yo quería estar en su lugar, lo deseaba con tanta desesperación.
Todo comenzó un día como cualquiera, después de ver cómo Mauricio besaba a su novia, la halagaba y la tomaba por la cintura con tanta ternura. Me dolió tanto y, al mismo tiempo, sentí mucho asco, coraje y rabia. Ese día me tocaba visitar a mi abuela, ayudarle a limpiar y preparar su comida ya que, por su edad y condiciones de salud, no podía salir a la calle. Al menos eso decía ella, porque yo siempre la veía muy platicadora en la sala de su casa con doña Carmen, su vecina, una viejecita de la misma edad. De hecho, cuando llegué a ese lugar, las encontré riendo a carcajadas, razón por la cual sólo saludé y me retiré a la cocina para preparar la comida. Y en ese momento, sus risas empezaron a mezclarse con mi amargo llanto. No pude evitarlo: no podía sacar de mi cabeza esas malditas demostraciones de amor, las cuales no eran para mí, jamás serían para mí porque, mientras ella siguiera viva, Mauricio no me vería de otra forma.
—¡AH! ¡OJALÁ TE MURIERAS, MALDITA PERRA!
No supe qué tan fuerte lo dije hasta que vi entrar a mi abuela y a doña Carmen a la cocina, algo apuradas y con una expresión de susto. Nos miramos, confundidas, en especial porque yo traía un cuchillo en la mano y lo sostenía de manera amenazante.
—¿Qué pasa, hija? ¿Alguien te molesta? —mi abuela siempre había sido muy protectora con todos sus nietos, en especial con las mujeres. Su tono de voz, tan dulce, me hizo caer al suelo de rodillas y empezar a llorar.
—Ya no sé que hacer, Lita. Me duele mucho mi corazón.
—Cuéntanos, chiquita, a ver si te podemos ayudar —me dijo doña Carmen—. Ya somos viejas y sabemos de la vida. En algo te podremos ayudar.
Comencé a contar la historia de cómo conocí a Mauricio, lo que me hacía sentir, todo lo que había hecho para que estuviera conmigo. Pero, al llegar a la parte de Paula, la novia de Mauricio, tuve que mentir para que mi odio estuviera justificado: dije que ella se había metido entre nosotros, que era una encimosa, que siempre que estábamos solos, ella llegaba a interrumpir la calma y la paz. Todo lo que hacía yo, se lo atribuí a ella y, si soy sincera, sonaba bastante mal. Además, agregué otras cosas, como que Paula era cruel conmigo, que se burlaba de mi cuerpo, de mi voz, de mi persona, que aprovechaba cada momento que tenía para torturarme y hacerme sentir que no valía nada. Debo admitir que exageré bastante, pero no había otra manera de justificar el odio y la aberración que sentía por ella, porque tenía lo que yo quería.
—Esa niña suena a que es bien mala, Cristi —dijo doña Carmen—, y si te está haciendo tanto daño, pues te tienes que defender. Y nadie mejor para defenderte que el mismo Dios.
—Carmen, no le digas cosas que no a la niña.
—Pero es la verdad, Amparo. Tu nieta está sufriendo por esa chamaca del demonio y se tiene que defender, no lo puede dejar así. Mira nada más cómo está.
—¿Qué puedo hacer para que no me duela tanto, doña Carmen?
—Rézala, hija. Dios es justo con los justos y cruel con los impíos. Rézala y yo me encargo del resto.
Mi abuela la miró con cierto reproche, ya que no esperaba que mencionara algo así. Yo sí había escuchado, en algún momento, que ellas hablaban de ciertas oraciones, de ciertos santos, de algunos rituales en determinados días, pero nunca había prestado suficiente atención para recordarlos. Pero ahora sí estaba prestando atención, recibiendo cada instrucción que me daba doña Carmen, anotando cada número de salmo, la página de cada lectura, asintiendo con la cabeza cuando me mencionaba a algún santo. No pretendo hacer de esta una guía para hacer uso de la oración en contra de una persona, pero sólo diré que sí funciona y que no recomiendo que nadie lo haga, porque sí es algo muy poderoso. Ojalá alguien me lo hubiera dicho a mí, porque el enojo y el odio me movieron y esa misma noche, a la hora que doña Carmen me indicó, empecé a rezar las oraciones que me había indicado.
A la mañana siguiente, me arreglé para ir a la universidad. Nada se sentía diferente, sólo esa extraña esperanza en mi pecho, la esperanza de un milagro que hiciera que esa tipa le rompiera el corazón a Mauricio y yo estuviera allí para consolarlo y ese fuera el inicio de nuestra historia de amor. Para mi mala suerte, nada había cambiado. Paula estaba allí, hermosa como siempre, sonriendo, con Mauricio sosteniendo su mano. Me sentí engañada por doña Carmen: había rezado en vano, había desperdiciado tiempo y gastado en veladoras para pedirle a los santos. Pero también era mi culpa por haber sido tan ingeuna y creerle a esa señora que ya estaba viejita, ya ni sabía lo que decía, hasta que, en algún momento del día, noté cómo la cara de Paula palidecía y su sonrisa se borraba. Todos lo notaron y, al preguntarle qué pasaba, dijo que "recordó algo horrible que soñó, pero que estaría bien". Coincidencia o no, me llenó de esperanza y, de nuevo, al llegar la hora dicha por doña Carmen, comencé a rezar con mucha fe.
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Editado: 04.04.2025