Según aprendí en la escuela, durante mis clases de Historia, la Guerra Cristera inició en agosto de 1926 y terminó en junio 1929. Fueron casi tres años de conflicto entre el Gobierno y milicias de religiosos católicos, aunque suene gracioso o algo difícil de imaginar. Estos católicos se resistían a que fuera aplicada la "Ley Calles", en la cual el Estado Mexicano quería limitar y controlar el culto católico. Esa fue la primera. La Segunda Guerra Cristera ocurrió de 1932–1938 y desde el 38 hasta la primera vez que vino el papa Juan Pablo II a territorio mexicano, la relación Iglesia–Estado fue cordial, pero compleja.
Sin importar mucho el resultado, hay dos cosas que son muy ciertas: la primera es que hoy en día, la mencionada religión sigue siendo mayoritaria en el país; y la segunda: fue una época donde esconder tesoros y los milagros fueron bastante comunes.
Hasta aquí el dato histórico, para que el lector pueda entender bien el contexto en el que se desarrollará este relato. Aquí inicia la historia de mi bisabuelo. Su historia, ya dependerá del lector, puede ser simple coincidencia, destino, suerte, un milagro o el invento de un anciano con demencia.
La Guerra Cristera fue más fuerte en algunos estados de la República, entre ellos, Michoacán, donde se encuentra el pueblito donde vivía mi bisabuelito. Él era un muchachito de 13 años cuando inició este conflicto y, movido por su fe y su amor a Dios, se unió a la guerrilla de cristeros que, en este estado, alcanzó los 12 mil integrantes. Junto con sus vecinos y uno de sus hermanos, se fueron con otras 70 personas, al grito de "¡Viva Cristo Rey!"
Durante esta época, que todavía vivía ciertos remanentes de la Revolución Mexicana, había personas adineradas que huían por las amenazas recibidas, tanto por las guerrillas como por el Ejercito. Ambos bandos buscaban apoyo económico para continuar conseguir armas y alimentar a las tropas. Entonces, las vías del tren se convertían en puntos estratégicos: por ese punto llegaban y, si avanzaban un poco, serían blanco fácil para ser asaltados porque, es importante recordar, no existían los bancos y las cuentas como las conocemos hoy en día, donde tienes todo tu dinero en el banco y sólo necesitas deslizar un pequeño plástico en una terminal para tener acceso a él. No, aquí eran centenarios y lingotes de oro, los cuales eran transportados en ollas, de peltre o de barro, a dondequiera que fuese el dueño.
Justo en el pueblito de mi bisabuelo pasaba un tren, el cual era usado, en su mayoría, para transportar madera. Y esa era la razón por la que eran el escondite perfecto para aquellas personas que buscaban un lugar seguro. Personas con dinero, vaya. Incluso ellos tenían claro que no podían avanzar mucho con esas cantidades de oro, pues serían blanco fácil al ser difícil moverse con tanto peso. Entonces tomaban la decisión de, al bajar del tren, buscar un lugar para enterrar parte del oro que llevaban, ubicando bien el lugar, con la promesa de volver pronto a recogerlo.
El grupo donde estaba mi bisabuelito decidió quedarse en la estación de tren del pueblo, fingiendo ser trabajadores del lugar, para vigilar a esos "riquillos" y, en cuanto llegara alguno, seguirlo para obtener ese dinero que tanto necesitaban las tropas de esa región. Pasaron varios días hasta que alguien llegó en ese tren. Ya estaba anocheciendo cuando bajó una mujer de unos 28 años, con una pequeña niña acompañándola en su viaje, sujetándola de la mano. Traían un par de bolsas de tela llenas de su ropa y algunas pertenencias más ligeras y, en su otro brazo, abrazaba una olla de barro. Ahí estaba el oro, ese era su objetivo. Lo mejor de todo: sería fácil, porque era una mujer y una niña, ¿qué tan difícil podría ser?
Empezaron a seguirla a una distancia prudente, asegurándose de no levantar sospechas o hacer algo que pusiera en alerta a la mujer y buscara a algún gendarme o refugio. Pero, conforme bajaban la calle, notaron algo extraño en ambas mujeres. Para empezar, la niña, que se veía de unos 4 años, parecía hacerse grande, de la misma altura de la madre, y luego era más pequeña, como un bebé caminando. Y de la olla ni hablar: de ella salía una luz verde, un brillo extraño que nunca antes habían visto. Fue entonces cuando mi bisabuelo les dijo que mejor la dejaran, que seguro era lo único que tenía para mantenerse y para mantener a su hija. El encargado de ese grupo le dió un puñetazo tan fuerte que lo tiró al suelo y le dijo que no quería cobardes con él, que mejor se fuera, que no quería volver a verlo. Los demás avanzaron mientras, cada uno, le propinaba un golpe, a manera de despedida. Aún con eso, él se quedó atrás, no quería ser parte de eso, sobre todo porque ya había escuchado que dos de sus compañeros tenían otro tipo de intenciones con la mujer, algo más allá de quitarle su oro.
Se quedó un momento en el piso, recuperando las fuerzas después de tanto golpe, y se levantó, dispuesto a irse a su casa. Pero justo cuando se estaba incorporando, vió cómo sus compañeros venían de regreso, corriendo despavoridos, con los rostros pálidos y desencajados, gritando como locos. Los vió a todos excepto al encargado del grupo. Mi bisabuelo siempre fue muy bueno, así que, sin improtar lo que le habían hecho, corrió en sentido contrario a sus compañeros para buscarlo. Lo que se encontró fue aterrador:
—Buen hombre, ¿me pudiera acompañar a la posada más cercana? —la mujer y la niña que había seguido estaban sentadas sobre el cuerpo de su compañero, el cual no se movía ni emitía ruido alguno. La voz de la mujer era suave, bastante tranquila—. Me temo que estos caminos son peligrosos para mi hija y para mí.
—¿Le hicieron algo?
—Eso no importa, muchacho. Sólo acompáñanos y no hagas preguntas, por favor. Es por tu bien.
—Él me agrada, mamá —dijo la niña, con una voz tierna y muy dulce—. Su corazón huele rico.
—Pero a él no, mi amor —la cargó en sus brazos, dejando su equipaje y la olla en el piso, justo a un lado de su compañero—. Él nos va a acompañar. Va a ser nuestro amigo.
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Editado: 04.04.2025