Los animales siguieron desapareciendo por una semana más, hasta que llegó el día 30 de diciembre. Ese día, cuando ya todos estaban lístos para festejar el Año Nuevo, algo cambió en esa calle. No algo visible o palpable: algo que hacía que todo se sintiera distinto. Incluso, de acuerdo a lo que cuenta Graciela, el cielo se veía más gris que azul, como si estuviera a punto de llover, pero no cayera una sola gota del cielo, ni tampoco hubiera humedad en el aire. Era, más bien, como humo: tan denso como para verlo y tan ligero como para pasar desapercibido. Algo, de verdad, extraño.
Y, como ya había pasado en los días anteriores, ninguno de los animales apareció. Pero, como ocurre en estos lugares y aún con la zozobra, los pobladores del lugar organizaron su cena de Año Nuevo en la plaza pública, donde todos cooperarían con algún platillo o bebida.
Todo comenzó sin mayor inconveniente. Las personas platicaban entre ellas, evitando tocar el tema de la desaparición de los animales. Algunos que eran músicos empezaron a tocar y se turnaban para amenizar la cena. Los niños corrían con pequeñas luces de bengala en sus manos, simulando pequeñas estrellas rodeando el kiosko de la plaza. Era, pues, un ambiente festivo, muy bonito, un poco de calma ante tanta extrañeza y pérdida, tanto económica como emocional, pues estaban perdiendo su tranquilidad. Todo transcurrió normal, sin ningún incidente, hasta que empezaron a pasar la voz de que la medianoche estaba cerca y debían prepararse para hacer el ritual de las uvas. Incluso los niños dejaron de jugar y correr y se acercaron a sus padres para tomar un par de uvas y pedir un deseo para el Año Nuevo.
Y sonaron las campanas de la iglesia.
Doce, once, diez, nueve, ocho, siete...
El cielo pasó de ser azul oscuro a gris, por la presencia de grandes nubes. Además, el aire olía extraño, a podredumbre, al característico olor metálico de la sangre y, desde la calle principal, aquella que conectaba la plaza, la entrada al pueblo y la iglesia, esa parte que no estaba iluminado y que se sumía en las tinieblas, surgieron figuras con forma semihumana, pequeñas, parecidas a las sombras, pero mucho más vaporosas que eso.
Seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno...
Y en vez de gritar "¡Feliz Año Nuevo!" como ocurría siempre, los gritos de horror opacaron el repicar de las campanas. El cielo retumbó y un rayo iluminó todo con una luz cegadora y un calor que no tenía cabida en esa época del año. Después, todo se quedó en tinieblas mientas las pequeñas sombras se acercaban a las personas, pasando entre sus piernas, amontonándose unas sobre otras frente al kiosko para avanzar a la iglesia.
—Ahora este pueblo es mío.
La voz de la señora Natalia se escuchaba en cada rincón de ese lugar, pero no parecía tener una fuente identificable. Era, más bien, una voz en el aire, pero tan clara y fuerte que, aunque las personas corrían y gritaban desesperadas, se detuvieron horrorizados al escucharla.
—Después de tanto daño que me hicieron, de su abandono, silencio y rechazo, ahora soy yo quien manda. No les haré daño mientras sirvan a mis designios y sean parte del cumplimiento de mi destino.
Las figuras semihumanas, casi sombras, tan pequeñas, ahora eran una única sombra gigante, la cual trepaba el exterior del campanario de la iglesia. Una vez que ingresó al campanario, las campanas vibraron en un tono lastimero, casi un quejido, como si tuvieran vida y las estuvieran dañando, y un grito desgarrador se escuchó desde el interior.
Como pudieron, las personas fueron regresando a sus casas y se encerraron para no salir en una semana. Los ruidos en el exterior continuaban. La piedra que había surgido con el temblor de octubre vibraba de vez en cuando y, después de que lo hacía, los animales se acercaban a ese lugar, se escuchaban los pasos. Sabían que eran esos porque los otros estaban tan encerrados como las personas y esos estaban por las calles, como si nada sucediera. Pero, aún si éran esos animales que habían vuelto de quién-sabe-dónde, era mejor no salir, en especial para Graciela y su familia, que eran vecinos de la señora Natalia.
Si alguien se atrevía a salir, sus gritos y lamentos eran escuchados por todo el pueblo. Suplicaba ayuda, pero nadie respondía, nadie salía, nadie se arriesgaba. Hasta que, un día, la voz de Natalia se escuchó de nuevo por todo el pueblo:
—Estoy harta del silencio. Traiganme a Arnulfo y liberaré el pueblo para que hagan sus vidas. Traiganlo, antes del anochecer, y todos estarán salvados.
Arnulfo era el hijo del presidente municipal. Era conocido por ser un joven irresponsable, borracho y mujeriego. Graciela sabía poco, ya que era pequeña, pero sus padres recordaron que Natalia señaló fuerte y claro a Arnulfo cuando su hija, Isela, fue encontrada muerta a las afueras del pueblo. La habían deshonrado y torturado antes de matarla. Esa pérdida volvió loca a Natalia, quien de por sí ya estaba loca, según los habitantes de ese pueblo, pues ella se dedicaba a hacer limpias y brujerías, sin importar el tipo o las intenciones de la persona que lo solicitara.
Los padres de Graciela miraron a sus hijas y entendieron de inmediato su dolor, rabia y coraje. Fue una empatía extraña, proveniente de la nada, pues la muerte de Isela había ocurrido hace más de dos años y nunca nadie se detuvo a escuchar lo que decía Natalia. Y allí estaba el padre de Graciela, en la puerta, dispuesto a abrirla y lo hizo. Apenas pisó la calle, ya lo esperaba el vecino de enfrente y otros dos hombres más:
—Vamos por Arnulfo —dijo el vecino.
—Que la bruja se haga justicia —añadió mi papá.
Y se fueron a buscar a ese desgraciado a quien, dicen, encontraron bien escondido debajo de la cama. Incluso sus padres, hartos del horror que se había vivido en los últimos días, no opusieron resistencia y dejaron pasar a los 25 hombres que se reunieron para ir a buscarlo y llevárselo a Natalia. Tuvieron que amarrarle las manos, pues estaba dispuesto a defenderse, a dar batalla, aunque toda la valentía se apagó cuando llegaron a la calle de la Piedra y vió a Natalia esperando por él, con una sonrisa maliciosa en su rostro. Él sabía cuál sería su destino, o al menos creía saberlo. Al estar frente a frente con esa mujer, Arnulfo cayó de rodillas, suplicando piedad:
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Editado: 04.04.2025