Podría jurar la veracidad de esta historia ante una corte, o confesarlo ante Dios, si fuese necesario. Pero, como suele pasar con aquello a lo que no logramos dar explicación lógica, apenas si se ha convertido en una turbia anécdota en mi haber.
Aún recuerdo la primera vez que le vi.
Fue en un día extraño, de esos que pesan sobre los párpados ante el letargo y un bien merecido descanso dominical, que oí un llamado desde el exterior de mi hogar. Aún vivo allí, una pequeña y simple casa de dos habitaciones en la Calle Libertad, una avenida concurrida pero tranquila. Al salir para atender el llamado, no me supe sorprendido, pues suele pasar gente llamando a las puertas y solicitando alimentos o ayuda, y esta vez no fue diferente, pues un hombre delgado y de vestimentas sucias me sonrió desde la acera. Su olor, que no disimulaba la clara dependencia al alcohol que pesaba sobre sí, aún me persigue cada vez que decido beber una cerveza en la tranquilidad de mi sala.
Todavía recuerdo sus primeras palabras, como cuando uno recuerda aquel feliz primer beso. Pero en esta ocasión, aquellas memorias quedaron grabadas en mi alma debido a ser el principio de esta historia.
— Hola, jefe. Disculpe que lo moleste en su casa.— Habló el hombre.— Vengo a ver si puedo ganarme unas monedas para comer hoy.
Más allá de su aspecto y el característico olor que siempre llevó encima hasta el último día, mi atención fue desviada en esa ocasión hacia sus manos, pues las tenía ocultas tras su espalda mientras portaba una gran tijera de jardín. Eso despertó una rápida respuesta en mí. Pues, al verle desaseado y con aquel objeto oculto, no hubo necesidad de atar más cabos en mi mente para llevar mi mano hacia la parte posterior de mi cinturón y advertirle con prisa, pero manteniendo la calma:
— Amigo, soy policía. Conmigo no resultaría un robo sorpresa. Pues, tengo mi mano empuñando mi arma y no deseo que me obligues a desenfundarla.— Hablé alzando las cejas y señalando con la mirada sus tijeras, despertando una incómoda sorpresa en su rostro que le hizo retroceder un par de pasos para alejarse.— Guarda eso.
— ¡¿Qué?! ¡No, jefe! Es que, yo me dedico a jardinear o a hacer cualquier trabajo que necesite.— Respondió enseñándome con cuidado esa herramienta.— No piense mal. Disculpe.
En mi mente bailó la duda. Debido a mi trabajo, bastante costumbre guardo respecto a tratar con delincuentes o personas que cuentan en su haber con antiguas rencillas con la ley, siéndome característico el patrón de conducta de aquellos individuos ante una mirada severa y autoritaria como la que yo impuse ese día.
Así, me negué en un principio a ayudarle, excusándome de no necesitar servicio alguno y no guardar efectivo. Pero aquel hombre, notoriamente avezado en rebuscar una mínima oportunidad de sacar provecho para lograr su cometido, notó con prisa que aquel gran espacio que hay entre la acera y la calle, que funge como estacionamiento y una extensión no oficial de mi jardín fuera del perímetro de mi propiedad, se hallaba descuidado y con abundante maleza verde creciendo a raíz de la humedad del clima. Entonces, haciendo caso omiso a mi negativa y con una molesta porfía, raudo soltó una malograda mochila que también portaba y, sin duda alguna, comenzó a cortar el césped y la maleza que había alrededor de mi automóvil, el cual se hallaba estacionado en ese lugar.
— Mire, jefe. Lo hago rápido y así quedará mucho más lindo este lugar. Tranquilo.— Me habló sin mirar, dando rápidos y descuidados cortes de un lado para el otro. Como si, con eso, quisiera darme a entender que su trabajo ameritaba una recompensa.— Mire como corto. Verá que no me tardo.
Con su trabajo ya en marcha y la culpa latente de no ofrecer nada a cambio de su esfuerzo, insistí nuevamente en negarme a sus servicios. Mas, esta vez, me acerqué a él con amabilidad para detenerlo y entregarle un solitario billete que guardaba para más tarde. Su rostro, que por un instante reflejó desdicha ante mi negativa, pronto se iluminó con la sonrisa de un niño que recibe un caramelo, pues había logrado su cometido y yo cedí a entregarle ese dinero a pesar de no dejar que interviniera.
Pero para mi sorpresa, aquel hombre se supo avergonzado de recibir ayuda sin considerar haberla ganado, insistiendo una y otra vez en ofrecer sus servicios para lavar mi automóvil o, siquiera, barrer cualquier lugar que yo le indicase. Mas, me negué.
Le hablé, entonces, con la confianza propia de quien se sabe fuera de cualquier peligro, pues su actitud despertó en mí una lástima muy obvia.
— Amigo, tranquilo. No necesito que hagas nada por mí.— Le dije mientras colocaba una de mis manos sobre su hombro.— Si puedo ayudarte, lo haré.
— Pero, jefe...
— Quédate tranquilo. Como te mencione, soy policía y no me falta el dinero. Si puedo ayudarte en algo y puedo hacerlo, no temas ni te avergüences en pedirlo.
Dicho eso, y como un gesto de buena voluntad, le manifesté que aguardase un momento mientras iba por algo para que se llevase. Busqué en el refrigerador una cerveza y un trozo de pastel que guardaba para después, y volví hasta donde se encontraba el hombre para entregárselos, indicándole que podía volver cada vez que necesitase ayuda.
Su emoción fue latente y los agradecimientos siguieron por unos minutos hasta su partida.
Así pasó el tiempo, con el sujeto visitando dos o tres veces por semana mi hogar, siempre insistiendo en ofrecerse a realizar algún trabajo a cambio de la ayuda que le entregaba y marchándose con las manos llenas tras mi negativa.
Pero un día, todo cambió.
Fue un martes y siendo casi las diez de la noche, lo recuerdo bien, cuando no escuché su característico llamado, sino una serie de gritos desesperados y amagos de una confusa discusión frente a la reja exterior de mi casa. Ante ello, y advirtiendo a mi esposa que se quedase en la cama, caminé hacia el armario y saque de allí mi pistola, enfundándola en el pantalón de mi pijama para bajar con prisa la escalera y abrir las puertas con el fin de observar lo que acontecía, pues ya me había asomado por la ventana del segundo piso para advertir que se trababa de aquel hombre.