Historias de una Ciudad que no Duerme

Dos Veces mi Amor

Hay en el destino una voluntad caprichosa, casi diría perversa, que se complace en tejer los hilos de nuestras vidas con una minuciosidad que roza lo grotesco. Como si fuéramos marionetas en manos de un titiritero invisible, nos vemos arrastrados por circunstancias que parecen obedecer a una lógica que se nos escapa, pero que sin embargo intuimos como necesaria. Y es en esa necesidad donde radica, tal vez, nuestra única salvación: la capacidad de adaptarnos, de doblegarnos sin quebrarnos, de encontrar en el absurdo mismo de la existencia una razón para seguir adelante.

El amor —esa palabra que pronunciamos con la misma facilidad con que respiramos, sin advertir su peso abismal— es quizás la más extraña de todas las fuerzas que gobiernan nuestra naturaleza. A veces se manifiesta como una dulce tiranía; otras, como una cruel liberación. Pero siempre, invariablemente, como algo hermoso y perfecto en su imperfección misma. Yo tuve el privilegio —si es que puede llamarse privilegio a lo que tal vez sea una condena— de enamorar el corazón de la misma mujer dos veces distintas, de conquistar dos veces el mismo territorio del alma, como un general que vuelve a tomar una ciudad que creía perdida para siempre.

No hay nada más hermoso, pero tampoco más terrible, que enamorarse de la misma persona de maneras diferentes, como si cada vez fuéramos nosotros otros, como si el amor mismo fuera una sustancia mutable, capaz de transformarse sin perder su esencia.

Esta historia —que es también la historia de mi propia perplejidad ante los designios del destino— comienza de la manera más previsible, con esa previsibilidad que caracteriza a los grandes momentos de la vida: en el baile de graduación del colegio. Aunque, para ser más preciso, comenzó mucho antes, en el instante exacto en que la vi cruzar el umbral del aula, como una aparición que viniera a trastornar para siempre el orden tedioso de mis días.

Muchos dirán que es demasiado cursi, y tal vez tengan razón. Pero la verdad es que así sucedió: durante casi dos años, solo me atreví a besarla en la intimidad de mis pensamientos, a declararle mi amor en el territorio secreto de los sueños. La realidad, esa dimensión cruel donde habitan la vergüenza y el miedo al rechazo, me condenaba a limitarme a saludos y despedidas en la entrada y salida de clases, como un actor que solo conociera dos líneas de un guion infinito.

Hasta que un día los directivos del colegio dieron un aviso que habría de cambiar el curso de mi existencia: ese fin de año, en el que ella y yo terminábamos el secundario, habría un baile escolar por primera vez en la historia de la institución.

En ese momento lo vi con la claridad que solo tienen las revelaciones: esa era mi oportunidad de declararle mi amor. No había otra salida del laberinto en el que me había perdido. Era ahora o nunca, como suele decirse, aunque en realidad fuera ahora o la eternidad del silencio.

Me armé de valor —si es que puede llamarse valor a esa mezcla de desesperación y esperanza que me invadía— y un mes antes del baile, antes de la entrada de clases, me acerqué a ella con el corazón golpeándome las costillas como un pájaro enjaulado.

—Eva —le dije, y su nombre sonó en mi boca como una oración—, tengo algo que decirte. ¿Me podrías esperar en la plaza de la otra cuadra a la salida?

Nunca había sentido tanta ansiedad. Mis piernas temblaban como las de un condenado en el patíbulo, mis manos transpiraban tanto que lo único que se me ocurrió fue ocultarlas detrás de la espalda. Estaba tan nervioso que se me hacía difícil hablarle, y mucho más mirarla a los ojos, esos ojos que contenían todo el misterio del mundo.

Ella me miró y me sonrió de una manera tan tierna que mi corazón comenzó a latir con una violencia que temí no poder soportar. Lo siguiente que hizo fue poner sus manos en mis mejillas para obligarme a mirarla a la cara, y con esa voz que tenía la cadencia de los ángeles me dijo:

—Sin contacto visual no es lo mismo.

Y sonrió cerrando los ojos de una manera tan dulce que confirmó, si es que aún hacía falta confirmación, mi amor por ella.

—Claro, ahí te espero, Alexander —agregó.

Luego me guiñó el ojo izquierdo y se fue, dejándome allí, parado como un idiota, sintiendo cómo algo en mi cabeza se descomprimía. Mis piernas ya no pudieron sostenerme más y caí de rodillas, largando un suspiro que era a la vez de esperanza y de agradecimiento por no haberme desmayado en ese momento.

Ese día lo único en lo que podía pensar era en que se terminaran rápido las clases para poder ir a hablarle. Esa misma tarde, después de esas clases tan aburridas como siempre, salimos del edificio y fuimos a la plaza.

"La Plaza de los Amores", la llamaban, bautizada así porque desde tiempos remotos se congregaban allí las parejas para declararse su amor mutuo, o para darse el primer beso, ese beso mágico que inaugura todos los demás besos de una vida. Todos los días había una pareja diferente, como si el lugar fuera un templo dedicado al culto de Eros, y lo que más me intrigaba era una historia que mi bisabuela me había contado años atrás.

Según ella, mi bisabuelo y ella se habían conocido en ese mismo lugar y, por azares del destino, se habían enamorado. Un tiempo después, en esa misma plaza, se declararon su amor eterno. Pero había algo más, algo que el tiempo había ido deformando hasta convertirlo en leyenda: en ese punto de la ciudad, hacía muchas décadas, había ocurrido algo que nadie sabía bien qué había sido.

Algunos decían que una bruja buena y una mala habían librado allí una batalla épica, y que la bruja buena se había sacrificado para que la malvada no pudiera hacer daño a la gente que vivía en el lugar. Otros sostenían que un gran rayo de color rosado había caído de un cielo sin nubes y había impactado sobre una pareja —la primera pareja que se enamoró en ese instante— dotando al lugar de poderes extraordinarios.




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