Historias de una Ciudad que no Duerme

LAS LÁGRIMAS QUE NO DERRAMÉ

Existen momentos en la vida que se clavan en el alma como astillas de cristal, fragmentos de una realidad tan cruda que duelen cada vez que respiramos. Momentos que nos persiguen en la soledad de las madrugadas, cuando el silencio se vuelve ensordecedor y los remordimientos cobran vida propia. Este es el relato de uno de esos momentos, uno que me condenó a una melancolía eterna, a cargar para siempre con el peso de las lágrimas que no derramé cuando debía haberlo hecho.

Era un martes gris de mayo, de esos días que parecen haber perdido toda esperanza de sol, como cualquier día gris de otoño, cuando el destino decidió mostrarme el rostro más cruel de mi propia indiferencia. Estaba caminando por las calles del centro como una sombra más entre las sombras, perdida en pensamientos vacuos sobre problemas inexistentes, cuando la vi.

Era tan pequeña que parecía una muñeca rota que alguien había abandonado en la calle. No tendría más de diez años, pero sus ojos guardaban la tristeza acumulada de varias vidas. Empujaba un carrito de supermercado que chirriaba como un lamento, y sus ruedas torcidas iban dejando un rastro errático sobre el asfalto húmedo. Su ropa, limpia pero remendada con hilos de diferentes colores, contaba historias silenciosas de noches sin calefacción y días sin certezas.

Pero fueron sus manos lo que me quebró por dentro. Manos de niña convertidas en herramientas de supervivencia, ásperas y pequeñas, aferradas al mango del carrito como si fuera su último vínculo con la esperanza.

—Señora, —me dijo con una voz que temblaba no de miedo, sino de la vergüenza aprendida de quien ha escuchado demasiados "no", yo la mire esperando que me pida una moneda o algo de plata, —¿usted también me va a decir que no le pida plata?

Esas palabras me golpearon como dagas heladas. ¿Cuántos adultos le habrían dicho esas mismas palabras? ¿Cuántas veces habría extendido su pequeña mano solo para encontrar puertas que se cerraban, rostros que se desviaban, corazones blindados contra su necesidad?

Me quedé ahí, petrificada, sintiendo cómo algo dentro de mí se desmoronaba lentamente. Era como si todas las veces que había ignorado a alguien como ella se materializaran de golpe, como si todos mis años de ceguera voluntaria me estuvieran mirando a través de esos ojos infantiles llenos de una tristeza ancestral.

—¿Tenés hambre, corazón?, —le pregunté, y mi voz salió rota, como si hubiera estado gritando durante horas.

Ella asintió con una seriedad que no debería existir en una criatura de su edad.

—Mucha, señora. No comí desde ayer. Mi hermanito tampoco. Él tiene cuatro años nomás, y llora porque tiene hambre, pero yo no sé qué decirle.

Ahí fue cuando sentí que el mundo se partía en dos. La imagen de un niño de cuatro años llorando de hambre mientras su hermana mayor buscaba desesperadamente una solución se instaló en mi pecho como un puñal ardiente. ¿Cómo habíamos llegado a este punto? ¿Cómo podía existir un mundo donde los niños lloraban de hambre mientras yo me preocupaba por qué serie ver en Netflix, o si comprar un macha-latte o un capuchino?

Caminamos hacia el almacén de la esquina, y cada paso que daba sentía que pesaba toneladas. Ella me contaba de su hermano con una ternura desgarradora, de cómo trataba de consolarlo cuando lloraba, de cómo le inventaba cuentos para que se olvidara del hambre. Me habló de la escuela, de cómo a veces se quedaba dormida en clase porque había pasado la noche cuidando que su hermano no tuviera frío.

—A veces la maestra me pregunta por qué no hago las tareas, —me dijo con una voz apenas audible, —pero no le puedo decir que es porque no tengo luz en casa desde hace dos meses.

Esas palabras me atravesaron como balas. Imaginé a esa niña intentando estudiar a la luz de velas, si es que las tenía, imaginé sus pequeñas manos tratando de escribir en la oscuridad, imaginé su frustración al no poder ser simplemente una niña normal.

En el almacén, la vi mirar las empanadas como si fueran joyas inalcanzables.

—¿Pueden ser tres?, por favor, —murmuró, —una para mí y dos para mi hermanito. Él come más porque está creciendo. —La forma en que se sacrificaba por su hermano, la naturalidad con que asumía el rol de madre siendo apenas una niña, me partió el alma en pedazos.

Y cuando pidió la coca cola, lo hizo con tal timidez, con tal sentimiento de culpa por permitirse algo que no fuera estrictamente necesario, que tuve que voltearme para que no viera las lágrimas que comenzaban a formarse en mis ojos.

Mientras esperábamos que calentaran las empanadas, ella siguió hablando. Me contó que su madre había desaparecido hace un año, que no sabían si estaba viva o muerta. Me contó que vivían solos, que ella era todo lo que tenía su hermanito en el mundo. Me contó que a veces él preguntaba cuándo iba a volver mamá, y que ella no sabía qué responder.

—Yo le digo que mamá está trabajando lejos, —susurró, —pero creo que ya no me cree. Es muy chiquito, pero no es tonto.

Cuando le entregaron la bolsa tibia, algo mágico y terrible sucedió. Su rostro se iluminó con una sonrisa tan pura, tan genuina, tan llena de gratitud, que sentí como si me hubieran clavado mil cuchillos en el pecho. Era la sonrisa de quien ha encontrado un milagro en medio del infierno, de quien aún puede creer en la bondad humana a pesar de todo.

—Gracias, señora. Gracias, gracias, gracias, —repetía mientras abrazaba la bolsa contra su pequeño pecho. —Mi hermanito va a estar tan contento. No sabe lo feliz que va a estar.

Pero lo que me destrozó completamente fue lo que dijo después, con una voz quebrada por la emoción:

—Ojalá todas las personas fueran como usted. Ojalá.

Se alejó corriendo con su carrito chirriante, deseosa de llevarle la comida a su hermano, y yo me quedé allí parada en la vereda, sintiendo cómo mi mundo se desmoronaba por completo. Por primera vez en años, lloré. Lloré como no había llorado desde la infancia, con esos sollozos profundos que nacen del alma y que parecen no tener fin.




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