Historias de una Ciudad que no Duerme

El Peor Día

Era martes cuando Eliseo Morán comprendió que había llegado al fondo absoluto de su existencia. No fue una revelación dramática como en esas viejas novelas extranjeras, sino más bien la constatación silenciosa de quien mira el barómetro y advierte que la presión ha tocado su punto más bajo. Estaba parado en la esquina de Corrientes y Medrano, bajo una llovizna obstinada que parecía diseñada especialmente para él, cuando el último peso se le escapó por el agujero del bolsillo roto de su sobretodo.

El peso rodó hasta la alcantarilla con la precisión de una moneda arrojada a una fuente, pero sin el consuelo del deseo cumplido. Era todo lo que le quedaba después de que lo echaran del diario, después de que Marta le dijera que no podía seguir así, antes de abandonarlo, después de que el médico le confirmara lo que ya sabía sin necesidad de análisis: que su cuerpo se desmoronaba con la misma meticulosidad con que se había desmoronado su vida.

Pero ahí, mojándose bajo la lluvia porteña, Eliseo experimentó algo extraño. Una suerte de alivio que no supo cómo explicar. Como si hubiera estado cargando un peso invisible durante años y recién ahora, en el momento de la derrota total, pudiera depositarlo en el suelo. Se quedó inmóvil, sintiendo cómo el agua le escurría por el cuello, y pensó: "Esto es lo peor. Ya está. No puede empeorar."

Y entonces sonrió. Mientras el agua de la lluvia caía por su rostro.

No era la sonrisa del loco ni la del resignado. Era algo más profundo. Era la sonrisa de quien descubre que el miedo a la caída desaparece cuando uno ya tocó el suelo. Se acordó de su viejo, que trabajaba en el puerto y le decía: "Mirá, pibe, cuando estás en el fondo del pozo, cualquier paso que des es hacia arriba."

Caminó hasta el café de la esquina, ese que frecuentaba cuando todavía tenía trabajo, cuando todavía podía permitirse un cortado y dos facturas. El mozo, un tipo canoso que lo conocía de años, lo miró con esa mezcla de lástima y curiosidad que reservamos para los náufragos.

—Don Eliseo, ¿cómo anda?

—Bárbaro, Rodolfo. Nunca estuve mejor.

El mozo lo miró como si hubiera perdido la razón, pero Eliseo hablaba en serio. Por primera vez en meses, quizás en años, se sentía liviano. Libre. Como si hubiera estado viviendo en una casa que se caía a pedazos y recién ahora, después del derrumbe final, pudiera ver el cielo.

Se sentó en su mesa de siempre, la del rincón, desde donde podía ver la calle. Afuera, la gente corría esquivando los charcos, apurada por llegar a algún lado, cargando paraguas como pequeñas cúpulas de preocupación. Él, en cambio, se había quedado sin destino, sin urgencias, sin nada que perder. Y esa nada, paradójicamente, empezaba a parecerle todo.

Sacó del bolsillo interno —el que no tenía agujeros— un papel arrugado donde había anotado algunas líneas días atrás, cuando todavía creía que las palabras podían salvarlo de algo. Las leyó y descubrió que, por primera vez, no le parecían una porquería. Eran apenas unas frases sobre un hombre que camina por la ciudad de noche, pero había algo ahí, algo que antes no había visto.

Pidió un papel al mozo y empezó a escribir. No tenía con qué pagar el café, pero escribía igual. Las palabras brotaban con una fluidez que había perdido hacía tiempo, como si el fracaso las hubiera liberado de alguna cárcel invisible. Escribía sobre la lluvia, sobre la ciudad, sobre los hombres que caminan sin rumbo y encuentran en esa falta de rumbo su verdadero destino.

Cuando levantó la vista, había oscurecido. El café estaba casi vacío. Rodolfo se acercó con cara de circunstancia.

—Don Eliseo, disculpe que le pregunte, pero... ¿va a poder pagar el cortado?

Eliseo lo miró y se largó a reír. Una risa limpia, sin amargura.

—No, Rodolfo. No tengo un mango. Pero si me dejás terminar esto, te juro que algún día vas a poder decir que en tu café se escribió algo importante.

El mozo lo miró un momento, después miró los papeles garabateados sobre la mesa, y asintió.

—Escriba nomás, don Eliseo. Por el cortado no se haga drama.

Eliseo siguió escribiendo hasta tarde. Cuando salió del café, la lluvia había parado y las calles brillaban bajo las luces de neón. Caminó despacio, sin apuro, saboreando esa extraña certeza que había descubierto: que cuando uno toca fondo, lo único que puede hacer es rebotar hacia arriba.

Al llegar a la pensión donde vivía, se cruzó con la dueña en el pasillo. La mujer, que llevaba días mirándolo con desconfianza por el atraso en el alquiler, lo saludó casi con cordialidad.

—Buenas noches, señor Morán. Se lo ve bien.

—Gracias, doña Carmen. Estoy en el mejor día de mi vida.

La mujer se quedó pensando si no habría empezado a caer en la locura, pero algo en la tranquilidad de Eliseo la tranquilizó a ella también.

En su cuarto, antes de acostarse, Eliseo miró por la ventana hacia la ciudad que se extendía en todas las direcciones como un laberinto de luces. Mañana no tendría trabajo, ni plata, ni certezas. Pero tendría algo que había perdido sin darse cuenta: la convicción de que cualquier cosa que viniera sería mejor que esto. Y esto, este fondo absoluto, esta derrota total, era también una forma extraña de triunfo.

Porque el peor día, pensó antes de dormirse, es también el último peor día.

Y se durmió sonriendo, como quien acaba de descubrir que la caída libre termina siempre en algún lugar sólido desde donde volver a empezar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.