Historias de una Ciudad que no Duerme y Otras Cosas

Amor de Cinco Minutos

Había algo profundamente absurdo en la manera como Martín observaba a los desconocidos en el subte. No era voyeurismo ni curiosidad morbosa; era más bien una especie de desesperación metafísica, una búsqueda de patrones en los rostros que se sucedían como fotogramas de una película sin argumento. Cada mañana, a las 7:23 exactamente, abordaba el vagón 7 de la línea B, y cada mañana se preguntaba si aquel día introduciría alguna variable nueva en la ecuación de su existencia cotidiana.

El vagón se llenaba gradualmente de cuerpos anónimos, cada uno encerrado en su propia burbuja de soledad. Martín había desarrollado una taxonomía particular de los pasajeros: estaban los Inmutables, aquellos que parecían haberse optimizado para la expresión del hastío; los Fugaces, que aparecían una vez y se desvanecían para siempre en el laberinto de la ciudad; y los Recurrentes, con quienes había establecido una intimidad silenciosa hecha de reconocimientos tácitos y miradas ocasionales.

Pero esa mañana de marzo, cuando la primavera comenzaba a insinuarse en los jardines de la superficie, Martín vio algo que alteró el orden establecido de su pequeño universo subterráneo. En el asiento frente al suyo, una mujer de quizás treinta años leía un libro cuya portada no alcanzaba a distinguir. No era extraordinariamente bella según los cánones convencionales, pero había en ella algo que trascendía la mera apariencia física: una especie de intensidad contenida, como si cada página que pasaba fuera una revelación personal.

Sus dedos, largos y delicados, sostenían el libro con una reverencia casi religiosa. Martín notó —porque era de esos hombres que notan todo— que no llevaba anillos, pero había una marca pálida en su dedo anular, la huella fantasma de un compromiso que ya no existía. Su cabello castaño caía en ondas suaves sobre sus hombros, y cuando levantaba la vista para verificar las estaciones, sus ojos —de un verde que recordaba a los bosques después de la lluvia— se encontraban brevemente con los suyos antes de regresar a las páginas.

Era extraño cómo un simple intercambio de miradas podía alterar la percepción del tiempo. Los cinco minutos que duraba el trayecto entre su estación y la de ella se habían convertido en una eternidad comprimida, en un universo paralelo donde las leyes de la física parecían suspendidas. Martín comenzó a anticipar esos momentos con una intensidad que rayaba en lo obsesivo. Se descubrió eligiendo su ropa con más cuidado, llevando consigo libros que esperaba pudieran llamar su atención, ensayando conversaciones que jamás tendría el valor de iniciar.

Kafka habría entendido la burocracia emocional de estos encuentros no-encuentros. Había reglas tácitas, protocolos no escritos que gobernaban las interacciones en el transporte público. Mirar demasiado tiempo se consideraba invasivo; no mirar en absoluto, indiferente. Había que encontrar el equilibrio preciso entre el interés y el desapego, entre la conexión y la distancia.

Martín comenzó a estudiar los patrones de comportamiento de la mujer del libro —así la había bautizado en su mente—. Subía siempre en la tercera estación, invariablemente se dirigía al mismo asiento si estaba disponible, y leía durante exactamente doce minutos antes de guardar el libro en su bolso de cuero marrón. Sus movimientos tenían una calidad ritual, como si fueran parte de una ceremonia privada cuyo significado solo ella conocía.

Un martes lluvioso, cuando el vagón estaba más lleno de lo habitual debido a las cancelaciones en la línea de autobuses, ella se vio obligada a ponerse de pie. Martín, sin pensarlo demasiado, le ofreció su asiento con un gesto. Ella sonrió —la primera sonrisa dirigida específicamente a él— y declinó cortésmente con un movimiento de cabeza que tenía algo de bailarina.

—Gracias, muy gentil.

Su voz era apenas audible por encima del ruido del tren, pero Martín detectó inmediatamente un acento que no lograba ubicar, una musicalidad que sugería orígenes lejanos o, quizás, una educación refinada que había pulido las aristas de su pronunciación.

Los días siguientes, Martín se encontró analizando obsesivamente cada detalle de ese intercambio. ¿Había imaginado la calidez en su voz? ¿El brillo en sus ojos había sido real o producto de su necesidad desesperada de encontrar significado en lo insignificante? Se sentía como el protagonista de una novela de Kafka, atrapado en un laberinto de interpretaciones contradictorias, buscando un castillo que quizás no existía.

Edgar Allan Poe habría apreciado la naturaleza espectral de estos amores urbanos. Como los fantasmas que pueblan sus relatos, la mujer del libro había comenzado a habitar no solo el vagón del subte, sino también los pensamientos de Martín fuera de esos cinco minutos cotidianos. La veía en las calles, en los cafés, en los rostros de otras mujeres que, por un segundo, compartían algún rasgo con ella. Era una presencia ausente, un amor construido sobre fragmentos y suposiciones.

Una tarde, mientras navegaba por una librería del centro con la metodicidad de quien busca resolver un enigma, Martín se encontró buscando instintivamente los títulos que había visto en sus manos. Había logrado identificar algunos: Marguerite Duras, Roberto Bolaño, Virginia Woolf. Autores que hablaban de la soledad, del amor imposible, de la incomunicación humana. ¿Era casualidad o había una intención oculta en esas elecciones? ¿Estaba ella, de alguna manera, enviándole mensajes cifrados a través de su biblioteca personal?

Compró "El Amante" de Duras, no porque le interesara particularmente, sino porque había sido el último libro que la había visto leer. Esa noche, mientras pasaba las páginas, se preguntó si ella habría subrayado los mismos pasajes que ahora llamaban su atención, si habría sentido la misma punzada de reconocimiento ante ciertas frases sobre la imposibilidad del amor perfecto.




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