Inicio las historias humanas de perros y gatos con la de Chigüiro, un animal tan maravilloso, que me impulsó a editar este libro dedicado a la causa animalista.
Para muchos, un gato “es solo un animal”. Para mí, Chigüiro fue mi gran amigo, el compañero incondicional que terminó siendo una especie de nieto mío…el nieto que me faltaba y que en realidad lo fue. Aclaro que Chigüiro no era un chigüiro, sino un gato al que cada uno le puso el nombre que quiso; Barba Negra, lo llamó su primer veterinario; luego, en mi casa, lo bautizamos: Don Gato, Gaturro, Morringate, Mirringato, y Gatobriand. Stella, la señora que hace mis diligencias, le decía Michungo; pero fue mi hija Luz Helena quien lo llamó Chigüiro. Le pareció un nombre adecuado por lo simpático y porque la sonoridad de la palabra lo identificaba como un gato muy alegre,“locato” y mamagallista. Lo cierto es que así se quedó: Chigüiro era el gato de mi hija, pero como ella debía salir a trabajar y estudiar, él se convirtió en mi nieto ya que por dedicarme a escribir, yo permanecía en la casa, a su lado.
A decir verdad, más que abuelo yo parecía su abuela; es decir una gata, porque lo alimentaba, lo cobijaba, lo consentía, le jugaba, le daba los remedios, lo bañaba… Además, era su enfermero, adiestrador, profesor y mandadero. Pensándolo bien, sí, fui como su abuela. Gracias a ello, hoy con conciencia animalista me gusta ayudar a los perros y a los gatos con los que me cruzo. Yo me imagino que como cada padre con su hijo, el dueño de un gato cree que es el mejor del mundo…Y mi gato sí que lo era. Con él confirmé una frase, anónima:“Al que no le gustan los gatos, es porque nunca tuvo uno”. Sé que esta historia puede sonar fantasiosa, pero no a quienes tienen felinos. Nunca pensé que uno llegara a amar tanto a un gato, tanto como cuando se quiere a las primeras novias.
Chigüiro caminaba con paso elegante, lento, sin afanes y daba media vuelta para ver si lo estábamos observando. Hacía poses cuando lo fotografiábamos, era el niño de la casa que todo lo preguntaba y comentaba; refunfuñaba y maullaba y casi siempre estaba alegre. Yo distinguía sus “Miaauus” por la expresión de sus ojos y el movimiento de su cuerpo, su cola y sus patas.
Chigüiro, que me examinaba con ojos investigadores, grandes y tiernos, fue el gato que hubiera querido tener de niño. De su historia, nació este libro. Desde cuando lo adoptamos se ganó nuestro corazón; con él partimos de cero porque no sabíamos cómo criar un gato. Él llegó a nosotros para marcarnos, para darnos; y para que yo aprendiera a mirar la vida desde sus ojos; con él nunca estuve solo, me dio amor, lealtad y compañía. Él me enseñó que los animales aman sin condicionar ni exigir nada. Por eso algunas veces dejé de ir a un coctel, una comida u otro compromiso, porque compartir el tiempo con Chigüiro me resultaba más sincero y gratificante.
Con él concluí que al proverbio: “El hombre se realiza plenamente cuando ha tenido un hijo, sembrado un árbol y escrito un libro”, le faltaba: “y cuando ha tenido un gato” (o un perro). Ahí sí me sentí completo, y no lo digo por hacer una frase; esto lo entienden quienes aman a estos seres de Dios.
Tal como le pasó con el famoso gato Socks, a Chelsea, la hija del expresidente norteamericano Bill Clinton, quien recogió en una calle de Arkansas a un gato abandonado, que luego fue mascota de la Casa Blanca, a Chigüiro lo encontró milagrosamente mi hija Luz Helena, (que es todo corazón), aterrorizado y acorralado contra el separador del congestionado puente de la calle 127 con Autopista, en Bogotá. La insultaron por haber parado allí su carro, pero lo salvó de una muerte segura. Ese 26 de octubre de 2007, el pequeño Chigüiro (que era un NN), llegó a nuestra casa maullando inconsolable. Debió sufrir mucho, minutos antes de su salvación.
Estaba empapado de orines por el terror que sentía y tiritaba. De inmediato lo llevamos al veterinario y supimos que tenía su pata posterior derecha con tres fracturas; posiblemente un carro lo había golpeado. Cuando se la estiraron para radiografiarla, casi se desmaya, sus maullidos fueron desgarradores. Tuvieron que operar tres veces a este gato de buenas costumbres. Tal vez en ese mismo momento, en otro hogar estaban llorando su desaparición… O a lo mejor fue que alguien lo abandonó dejándolo en la calle.
Mi primer contacto con el reino animal, el cual me sensibilizó y con el que aprendí a querer y respetar a los animales, fue la colección de láminas (“monas”) del álbum de la Fábrica Nacional de Chocolates, hoy, chocolatinas Jet. Me gustaban los gatos pero nunca tuve uno, solo viví cerca de un conejo, unos pollitos, un pato y del loro de mi hermana Lucía, un simpático y alegre parlanchín que aparte de haber aprendido a preguntar: ¿Quiere cacao?, le enseñaron unas cuantas groserías que hasta se le oían simpáticas.
Nuestra primera experiencia gatuna se dio un año antes de que apareciera Chigüiro, fue una noche en que llovía a cántaros cuando escuchamos unos maullidos en el jardín de nuestra casa; eran los de cinco gatos negros recién nacidos, con ojos intensamente azules, como los de su madre que parió dos veces en el mismo rincón, al lado de un árbol de higuerilla y entre un bosque de helechos. De su misma camada murió uno allí mismo; en esta ocasión la gata se llevó a cuatro cachorros (a los que después veíamos caminar sobre el tejado, en fila india, detrás de ella); y dejó uno. Lo resguardamos mientras la señora gata volvía por él, pero no regresó. Entonces, lo instalamos en la casa, pero como éramos ignorantes en aquello de criar felinos, se lo dimos a una familia querendona y experta en mascotas. Cuando Chigüiro llegó quise evitar que saliera de la casa para que no le pasara nada malo, entonces le tapé el único espacio abierto por el que podía salir, estaba debajo de una teja, en el patio de ropas, pero el bendito gato se dio trazas de escabullirse y al rato apareció, bajándose del techo, por el jardín.