No sé en qué momento se convirtió en costumbre. Los jueves a las siete de la tarde dejaron de ser solo una actividad laboral obligatoria y se volvieron mi escape favorito. Al principio lo odiaba. No quería moverme. No quería que nadie me tomara de la cintura ni me guiara en medio de una música que sentía ajena. Pero ahí estaba él. Puntual, paciente, y con una sonrisa que no intentaba conquistar, sino tranquilizar.
Lo conocí en una sala pequeña, con espejos empolvados, música latina de fondo y olor a piso recién trapeado. El cartel decía “Salsa para principiantes”, pero yo era más que principiante: era un desastre con piernas. Tenía los brazos rígidos, la mirada al suelo y la autoestima a ras del piso. Lo mío nunca había sido el ritmo. Lo mío era esconderme, fingir que entendía el mundo desde la comodidad de una esquina. Por eso cuando la empresa organizó clases para “liberar el estrés”, yo me ofrecí voluntaria. No por entusiasmo, sino porque me daba vergüenza decir que prefería llorar en casa.
Él se presentó como Elías. Un nombre común. Pero había algo en su forma de decirlo que lo volvía especial. “Elías, con tilde en el alma”, bromeó. Era mayor. Tal vez por veinte años o un poco más. No el típico instructor de academia que parece modelo de revista. Era alto, delgado, con una calva incipiente y ojos de esos que han visto mucho pero no se jactan de nada. Vestía siempre igual: polera negra, pantalones sueltos, zapatos de baile gastados. Y una calma… una calma que no supe leer al principio.
Las primeras clases fueron una tortura para mí. Todos los demás parecían estar divirtiéndose, menos yo. Tropezaba, me enredaba, sudaba como si corriera una maratón. Pero Elías nunca se burló. Nunca levantó la voz. Solo decía: “el cuerpo recuerda lo que la mente quiere olvidar”. Al principio no entendía. Después sí.
Fue en la cuarta clase que pasó algo distinto. Estábamos practicando un paso básico. Él me tomó la mano, me guió y de pronto todo fluyó. Por unos segundos, dejé de pensar. Dejé de calcular. Me sentí… liviana. Cuando terminó la canción, él me soltó y me dijo: “ves, sí puedes”. Y sonrió. Pero no fue la sonrisa lo que me atrapó. Fue su mirada. Una que reconocí enseguida: la de alguien que también estaba bailando para sobrevivir.
Ese día me quedé un poco más. Lo vi acomodar las sillas, guardar los parlantes. Le pregunté si llevaba mucho tiempo enseñando.
—Desde que perdí a mi esposa —me dijo—. Hace seis años. Ella bailaba para vivir. Yo bailo para recordarla.
No supe qué decir. Él tampoco necesitaba palabras. Solo me dio una palmada en el hombro y siguió ordenando.
Después de eso, nuestras charlas se volvieron costumbre. Siempre breves, siempre honestas. Me contaba que su esposa se llamaba Clara. Que era pequeña, alegre y que nunca aprendió a girar sin reírse. Me decía que cada vez que una alumna giraba mal, él sentía que Clara seguía presente. Que el error también era parte del ritmo.
Yo le hablé de mi padre. De cómo me enseñó a no llorar en público. De una ruptura reciente que me hizo sentir inútil. De mis ataques de pánico. De mi miedo constante a no ser suficiente. Él nunca me dio consejos. Solo escuchaba. Y a veces, entre paso y paso, decía cosas como: “el corazón también tiene pies, pero se cansa más rápido”.
Los jueves se volvieron sagrados.
Y un día, simplemente no volvió.
Nadie supo qué pasó. Algunos dijeron que se fue a vivir al sur con su hija. Otros, que decidió dejar de enseñar. Pero yo sé que fue su forma de despedirse. Siempre decía que los mejores bailes son los que terminan antes de que suene la última nota. Que retirarse en el momento justo es un arte. Y él era artista.
Durante semanas, fui igual a la sala. A ver si aparecía. A oler el piso trapeado. A mirar los espejos que ahora mostraban una versión distinta de mí. Porque sí, ya no era la misma. Me movía mejor. Sonreía más. Y aunque seguía sin entender del todo la música, había aprendido a seguirla sin miedo.
Una tarde, encontré sobre una silla una cajita. Adentro había una carta, escrita con una caligrafía temblorosa y firme.
"Gracias por dejarme enseñarte a bailar cuando el mundo parecía estático. Recuerda: no importa si giras mal, si tropiezas, si olvidas un paso. Lo importante es que nunca dejes de moverte."
Elías.
No volví a saber de él.
Pero cada vez que bailo, aunque sea sola en mi living, siento que no lo hago sola. Que alguien con ojos cansados y alma llena me está mirando desde algún rincón, sonriendo. Que hay pasos que no necesitan música. Y abrazos que duran más allá del contacto físico.
¿Alguna vez alguien pasó por tu vida solo para enseñarte a moverte de nuevo?
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Editado: 19.05.2025