Historias que quisimos callar

Capítulo 3: Cartas a nadie

Nunca tuve intención de enviarlas. Ni siquiera cuando empecé a escribirlas.

La primera la redacté en una madrugada tibia, de esas donde el insomnio no da tregua y el corazón se arrastra por dentro como un animal herido. No sabía a quién hablarle. Solo sentía que si no soltaba algo, me iba a romper por dentro. Y entonces tomé una hoja, un lápiz cualquiera, y comencé con lo más simple: "Hola, hoy pensé en ti otra vez."

Así empezaron todas.

Es curioso, porque siempre odié las cartas. Me parecían lentas, obsoletas, inútiles. Pero durante esa etapa, cuando la pandemia nos dejó encerrados con nuestras propias voces, escribir fue lo único que me dio sentido. Y ella, aunque ya no estaba, seguía siendo la única persona con la que podía ser completamente honesto.

Nunca puse su nombre real. Ni el mío. No por misterio, sino por pudor. Porque algunas emociones solo se entienden cuando nadie más las mira. Porque hay palabras que solo pueden existir cuando no hay destinatario. O eso creía.

Al principio, escribía una cada semana. Luego, casi a diario. Las guardaba en una caja de zapatos vieja, al fondo del clóset. Les hablaba de mis días sin rumbo, de la comida que dejaba enfriar, de cómo me temblaban las manos al ver sus fotos. Le contaba cosas absurdas, como que odiaba el silencio del refrigerador o que empecé a hablarle a mis plantas. Me burlaba de mí mismo, le pedía que volviera, la insultaba, me arrepentía. Lloraba. Mucho. Pero solo después de firmar cada carta con un “PD: igual te extraño”.

Pasaron meses.

Con el tiempo, las cartas cambiaron. Ya no eran súplicas ni confesiones rotas. Eran más bien relatos. Le hablaba de las películas que veía, de libros que había comenzado y abandonado. De una canción que me recordó su risa. De una niña en la calle que usaba su perfume. Y de cómo todo me hacía sentir que todavía estaba conmigo, aunque yo supiera que no era cierto.

No sé cuántas escribí. Más de cincuenta, seguro. Algunas cortas, otras interminables. Algunas con letra temblorosa, otras con rabia contenida. Pero todas mías. Todas reales.

Hasta que un día, sin pensarlo mucho, las metí en un sobre grande y caminé hasta su casa.

No era la mejor idea, lo sé. Pero ese día había algo distinto en el aire. Una mezcla de valentía y resignación. No quería volver a su vida. Solo quería que supiera que no la había olvidado. Que había intentado seguir, y que parte de mí se quedó escribiéndole como un idiota.

No toqué el timbre. Solo las dejé ahí, junto al buzón. Ni siquiera tenían dirección. Solo un post-it que decía: "Por si alguna vez te preguntaste si me dolió."

Y me fui.

No esperaba nada. Ni respuesta, ni reclamo, ni reconocimiento. Solo quería soltar eso de una vez por todas. Dejar de escribirle a alguien que ya no existía como la recordaba. Dejar de escribirle a nadie.

Pasaron tres días.

Y entonces llegó una carta.

No un mensaje. No un audio. Una carta. En mi puerta. Con mi nombre completo escrito con esa letra redonda, antigua, inconfundible.

"Leí todo. No sé si merezco cada palabra que me escribiste, pero las sentí como si fueras vos mismo hablándome al oído. Yo también pensé en ti cada día, aunque no lo dijera. No sabía cómo volver sin romperte más. Gracias por no odiarme. Gracias por no borrarme. PD: yo también te extraño."

Y nada más.

No hubo reencuentro. No hubo segunda parte. No nos vimos después. Solo eso.

Pero fue suficiente.

Desde entonces no volví a escribirle. No porque ya no doliera. Sino porque entendí que no todo lo que se rompe necesita ser reconstruido. A veces, basta con mirar los pedazos y reconocer que sí, alguna vez, fuimos algo hermoso. Y que esa belleza merece descansar.

¿Tú también escribiste algo que nunca pensabas enviar? ¿Una carta, un mensaje, un recuerdo?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.