Historias que quisimos callar

Capítulo 4: La cita número 10

Desde el principio sabíamos que no funcionaría. Y aún así, lo intentamos.

Nos conocimos por una aplicación que ambos odiábamos. Él lo admitió en la primera conversación: “Esto es solo para no sentir que los días son todos iguales”. Me reí. Le dije que estaba ahí porque mis amigas insistieron. Que no buscaba nada. Que no esperaba nada. Y en eso coincidimos: no esperábamos.

La primera cita fue incómoda. Hablamos más del clima que de nosotros mismos. Nos mirábamos como dos desconocidos con miedo a tropezar con la emoción equivocada. Pero hubo algo. No una chispa, ni un flechazo. Algo más sutil. Como un suspiro que no querías soltar frente a alguien, pero igual se te escapa.

La segunda cita fue distinta. Caminamos por el parque hasta que anocheció. Me habló de su abuela, de una relación que lo dejó con más preguntas que respuestas, de su manía de anotar frases en servilletas. Yo le conté de mi miedo al compromiso, de lo mucho que me dolía confiar, de las veces que quise desaparecer del mapa. Ninguno se sorprendió. Parecíamos dos veteranos del amor, compartiendo historias de guerra.

En la tercera cita surgió la idea.

—¿Y si hacemos solo diez citas? —dijo él, jugando con una hoja que había caído sobre la mesa.

—¿Diez citas y ya? —pregunté, sin entender si hablaba en serio.

—Sí. Diez. Sin expectativas. Sin promesas. Sin futuro. Solo diez encuentros donde seamos reales. Y después, seguimos con nuestras vidas.

Acepté. No sé por qué. Quizá porque me pareció valiente. O porque necesitaba algo que no me exigiera eternidad. Diez momentos. Solo eso. ¿Qué podía salir mal?

La cuarta fue la del cine. Vimos una película mala, pero nos reímos tanto que terminamos llorando. La quinta, cocinamos juntos. Él no sabía cortar cebolla sin llorar. Yo no sabía que podía sentirme tan cómoda en la cocina de un extraño. La sexta fue un paseo bajo la lluvia. Sin paraguas. Sin dirección. Terminamos empapados, pero felices.

En la séptima me besó.

No fue mágico. Ni perfecto. Fue torpe. Casi cómico. Pero también fue sincero. Nos reímos. Volvimos a intentarlo. Y en ese segundo intento, hubo algo más. Algo que se pareció mucho a un “quédate”.

La octava fue silenciosa. Caminamos sin hablar mucho. Pero nuestras manos no se soltaron ni un solo segundo. La novena fue una especie de despedida disfrazada. Tomamos vino. Escuchamos música. Y nos miramos como si supiéramos que estábamos jugando con fuego.

Llegó la décima.

Y no apareció.

No llamó. No escribió. No dijo nada.

Lo esperé en el café donde habíamos tenido la primera. Llegué veinte minutos antes. Pedí lo mismo que aquel día. Me senté en la misma mesa. Lo busqué entre los rostros que entraban. Esperé una hora. Luego dos. Luego nada.

No sentí rabia. Sentí vacío.

Salí. Caminé sin rumbo. Miré el cielo como si ahí pudiera encontrar una explicación. Pensé en todo lo que habíamos vivido en esas nueve citas. Pensé en lo fácil que fue conectar. Y en lo difícil que sería olvidar.

Días después, aún sin noticias, me convencí de que esa fue su forma de cumplir el acuerdo. No promesas, no futuro. Solo diez momentos. Y decidió que el décimo sería el silencio.

Pasaron meses.

Un día, en una librería, encontré un libro abierto con una servilleta marcada entre sus páginas. Decía: "Gracias por las nueve citas. Nunca había sentido tanto en tan poco tiempo. No volví, porque me asusté. Porque tú sí eras real. Y yo no sé cómo se sostiene eso."

No había nombre. Pero su letra estaba ahí. Su cobardía también.

Me llevé la servilleta. La guardé en mi diario. No para recordarlo, sino para recordarme a mí. Que a veces el amor no duele por lo que fue, sino por lo que prometía ser. Y que hay personas que no saben quedarse, aunque quieran.

¿Alguna vez llegaste al final de una historia sin saber por qué terminó?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.