Siempre creí que había reglas invisibles entre amigas. Códigos no escritos, pactos silenciosos que una no rompe. La más conocida: no te metes con el ex de tu mejor amiga. Nunca.
Y sin embargo… aquí estoy, escribiendo esto.
Nos conocimos en un cumpleaños. Yo no quería ir. Había tenido una semana pesada y el único plan que deseaba era quedarme en mi cama con una serie cualquiera y comida chatarra. Pero ella insistió. “Vamos, por favor. Necesito que estés”, me dijo. Y no sé si lo dijo porque de verdad me necesitaba, o porque sabía que él estaría ahí.
Lo vi apenas entré. Alto, moreno, con barba de tres días y ojos que miraban como si pudieran verte por dentro. No tenía la belleza perfecta de revista. Tenía esa otra belleza, la de lo auténtico. La que no necesita esfuerzo para notarse.
Conversamos. No mucho. Lo justo. Me preguntó por mi trabajo, por lo que me gustaba hacer. Hablamos de libros. Me hizo reír. Yo lo escuchaba con cuidado, sabiendo que había un límite. Que era “el ex de”. Que no debía. Que no podía.
Pero con el tiempo, las conversaciones se hicieron más largas. Las coincidencias más frecuentes. Las risas más cómplices.
Y mi culpa… más grande.
Porque no fue un beso lo que me hizo sentir que algo estaba mal. Fue el momento en que me di cuenta que lo buscaba en los eventos. Que esperaba sus mensajes. Que cuando hablábamos, el tiempo pasaba más rápido. Que su voz me calmaba. Que lo miraba diferente.
Lo hablé con una amiga en común. Me dijo que era una mala idea. Que él había sido importante para ella. Que aunque la relación entre ellos había terminado hacía casi dos años, ella seguía considerándolo parte de su pasado emocional. Que lo había amado mucho. Que lo había llorado.
Y entonces me sentí una traidora. Aunque no había hecho nada.
Me alejé. Tomé distancia. Dejé de contestar sus mensajes con rapidez. Me volví esquiva. Volví a construir el muro que había comenzado a caer sin darme cuenta. Me dolía. Pero sentía que era lo correcto.
Él lo notó. No me lo reprochó. Solo me escribió una noche: “Sé lo que estás haciendo. No te culpo. Pero si algún día quieres dejar de huir, aquí estaré.”
No respondí.
Pasaron semanas. No hablábamos, no nos cruzábamos. Todo volvió a la aparente normalidad. Hasta que una tarde, mi amiga me llamó. Me dijo que tenía que contarme algo. Quedamos de vernos en un café.
Fue ella quien lo mencionó primero.
—Sé que tú y él se estaban acercando —dijo, sin rodeos.
Mi corazón se detuvo.
—No pasó nada —alcancé a decir.
Ella sonrió, como si ya supiera. Pero no con burla. Con tristeza.
—Lo sé. Y no tienes que explicarme. Solo quiero que sepas algo: él es libre. Y tú también. Lo nuestro fue hermoso, pero terminó. Si ustedes sienten algo, no lo desperdicien por miedo a herirme.
No supe qué responder. Solo la miré. Y en ese momento la quise más que nunca. Porque entendí que las reglas también pueden romperse cuando hay verdad. Que lo que más duele no es que alguien ame a quien tú amaste, sino que te mientan, te oculten, te traicionen en silencio.
Salí del café con un peso menos y otro distinto. Porque ahora ya no había excusa. Solo quedaba el miedo.
Me senté en una banca. Escribí un mensaje. Lo borré. Lo escribí otra vez. Y esta vez lo envié.
Solo puse: “¿Todavía estás ahí?”
Él respondió al segundo: “Siempre lo estuve.”
No sé si esa historia terminó bien o mal. No sé si aún estamos juntos cuando leas esto. Pero aprendí que el amor no siempre llega en el momento ideal. A veces llega cuando estás rota, culpable, confundida. Y que no por eso es menos real.
¿Alguna vez te enamoraste de alguien que no debías?
#3178 en Novela romántica
#1107 en Otros
#9 en No ficción
amores imposibles, confesiones de la vida diaria, historias de la vida real.
Editado: 19.05.2025