Nunca imaginé que alguien que me conocía tan bien fuera capaz de terminar todo con solo treinta y dos palabras. Treinta y dos. Las conté. Como si saber el número exacto hiciera menos absurdo el dolor.
No hubo llamada. No hubo discusión previa. No hubo despedida en persona. Solo un mensaje. Un lunes, a las 10:03 a.m., mientras yo estaba en medio de una reunión virtual, disimulando mi agotamiento emocional con una sonrisa congelada frente a la cámara.
"He estado pensando mucho y creo que lo mejor es que sigamos caminos distintos. No quiero hacerlo más difícil. No me llames, por favor. Cuídate."
Eso fue todo.
Nada de “lo siento”, ni “gracias por los momentos compartidos”, ni siquiera un “te quise”.
Solo un cierre seco, deshidratado de todo lo que alguna vez fuimos.
Estábamos juntos hacía tres años. Tres. Lo suficiente para aprender los gestos del otro, para saber cómo se tomaba el café, qué lado de la cama prefería, cuándo callar y cuándo insistir. Habíamos compartido cumpleaños, domingos lentos, silencios incómodos y carcajadas absurdas. Habíamos discutido, sí, pero también habíamos prometido mejorar. Habíamos hecho planes. Viajes. Incluso habíamos hablado de mascotas, de nombres que podrían tener nuestros hijos, aunque fuera en tono de broma.
Y entonces, un mensaje.
No sé cuántas veces lo leí. Al principio, pensando que había otro después. Un "pero…" Un "quizás…" Algo. Lo que fuera. Pero no. Ese era el final. Así, como si yo fuera una suscripción que se podía cancelar con un clic.
Lo más cruel fue que lo hizo cuando ya no tenía fuerzas para pelear. Me tomó por sorpresa, sí, pero más que eso, me encontró frágil. Venía arrastrando días grises, dudas, frustraciones personales. Y ahí, justo ahí, me cayó encima esa sentencia. Ni siquiera tuve la oportunidad de preguntar por qué. Porque me pidió no llamarlo. Y como una estúpida… obedecí.
Durante semanas estuve en automático. Iba al trabajo, respondía correos, lavaba la loza, saludaba con educación. Pero por dentro, estaba en pausa. Una parte de mí seguía en ese lunes. En esa notificación que vibró sin piedad en la pantalla de mi celular. En esas palabras tan limpias, tan poco humanas.
Lo peor de una despedida digital es que no hay forma de gritarle a una pantalla. No hay ojos que mirar. No hay puerta que cerrar. Solo quedas tú, con tus preguntas mordiéndote por dentro y un celular que se convierte en un verdugo silencioso.
Durante ese tiempo, borré y reescribí cientos de respuestas. Algunas llenas de rabia. Otras suplicando explicaciones. Otras, simplemente vacías. Nunca las envié. Porque una parte de mí entendió que quien se despide así… no merece más palabras.
Mi duelo fue lento. No hubo clímax. No hubo catarsis. Solo días que pasaban. Noches largas. Y de a poco, el corazón dejó de doler todo el tiempo. Solo a ratos. Solo cuando escuchaba alguna canción. O cuando veía esa foto que olvidé eliminar. O cuando alguien decía su nombre por casualidad.
Un día, sin darme cuenta, no pensé en él al despertar. Fue una victoria silenciosa. Pero mía.
Hoy, cuando recuerdo esa historia, no siento odio. Ni siquiera tristeza. Siento vergüenza. De lo mucho que me hice pequeña por alguien que no supo sostener una conversación difícil. Que eligió el camino más cómodo para él, sin pensar que para mí sería un abismo.
Y también siento orgullo. Porque sobreviví. Porque aunque me rompió como una cobarde, yo elegí recomponerme con dignidad. Porque aprendí que el amor no se mide por la forma en que alguien entra a tu vida, sino por la forma en que decide salir.
¿A ti también te dejaron con un mensaje?
#3178 en Novela romántica
#1107 en Otros
#9 en No ficción
amores imposibles, confesiones de la vida diaria, historias de la vida real.
Editado: 19.05.2025