Historias que quisimos callar

Capítulo 8: El amor en la sala de espera

Hay lugares donde nadie espera encontrar el amor. Lugares donde el silencio pesa más que las palabras y donde el tiempo parece inmóvil, como si cada segundo cargara con el peso de una posibilidad que no se atreve a cumplirse.

Nos conocimos en una sala de espera de hospital.

Yo estaba acompañando a mi padre. Su diagnóstico había llegado como una bofetada inesperada: cáncer de páncreas, avanzado. El tipo de noticias que uno no sabe cómo encajar en el cuerpo, así que mi instinto fue no moverme. Estar ahí, todo el tiempo. Sentarme cada día frente a esa misma pared blanca, esperando los informes, los cambios, las malas noticias disfrazadas de tecnicismos.

Él estaba ahí por su madre. Lo supe porque hablaba poco, pero lo justo. Se sentaba siempre del lado izquierdo de la sala, con un termo de café en la mano y los ojos perdidos, como si mirara algo que solo él podía ver. Llevaba siempre la misma chaqueta, los mismos jeans gastados. Nunca le vi el celular. Nunca lo vi llorar. Pero tenía la mirada más triste que recuerdo haber visto.

No hablábamos. Al principio, solo coincidíamos. Él leía. Yo escuchaba música. A veces intercambiábamos miradas cuando un médico entraba con cara seria o cuando una enfermera cruzaba demasiado rápido. Nos reconocíamos sin hablar. Éramos parte del mismo club invisible: el de los que esperan con miedo.

Una tarde, él se acercó. Me ofreció café.

—Está horrible, pero ayuda —dijo, con media sonrisa.

Acepté. No por cortesía, sino porque necesitaba hacer algo que no fuera pensar. El primer sorbo fue tan amargo como prometió, pero fue el inicio de una rutina que, sin darnos cuenta, se volvió nuestra.

Comenzamos a hablar. Al principio, de cosas simples. El clima. La comida del hospital. Las revistas viejas. Luego, de nuestras familias. De nuestros miedos. De cómo intentábamos ser fuertes para los demás, aunque por dentro estuviéramos rotos.

Me contó que su madre estaba internada desde hacía semanas. Que había recaído. Que los médicos no eran optimistas. Me habló de cómo ella lo había criado sola, de cómo le enseñó a coser, a cocinar, a no tener miedo a llorar… hasta que la vida se le volvió urgente.

Yo le hablé de mi papá. De cómo era el más fuerte de todos, y cómo ahora verlo débil me quitaba el aire. De cómo había vuelto a rezar sin saber a quién. De cómo la palabra “terminal” había comenzado a perseguirme.

Cada día hablábamos un poco más. No era una historia de romance convencional. No había coqueteos. No había promesas. Solo dos personas que se sostenían sin tocarse.

Una noche, me dormí en la silla. Me había quedado leyendo, y cuando desperté, su chaqueta cubría mis hombros. Él ya se había ido. Pero el gesto me dejó un nudo en la garganta. Era la primera vez que alguien cuidaba de mí en meses.

Después de eso, empecé a esperarlo.

No lo admitía, pero lo hacía. Llegaba a la sala con la esperanza de verlo, de compartir un café amargo, de sentir que no estaba sola en medio del naufragio. Nos convertimos en rutina mutua. En consuelo.

Un día, él no apareció.

Pensé que había pasado algo. Esperé hasta tarde. Me acerqué al mostrador de información. Pregunté. La enfermera me miró con suavidad.

—¿Familia de la señora Emilia? —preguntó.
Asentí. No tenía derecho, pero lo hice.
—Falleció esta mañana. Su hijo pidió que no lo molestaran.

No supe qué hacer. No supe si debía escribirle. Si debía respetar su silencio. Decidí esperar. Un día. Dos. Una semana. Hasta que un martes, encontré un sobre en la silla donde siempre se sentaba.

"Gracias por acompañarme en el lugar más triste del mundo. Fuiste mi abrigo sin saberlo. No te busqué porque no sé qué hacer con este dolor, y porque me daría miedo enamorarme de alguien que conocí en el peor momento de mi vida. Pero si el destino quiere, que nos vuelva a cruzar en algún lugar con sol."

No firmó. No dejó número. Solo eso.

A veces vuelvo a ese hospital. No por necesidad, sino porque hay una parte de mí que aún espera encontrarlo. Tal vez en una calle. En una librería. En un andén de tren.

Y cuando lo haga —porque me gusta pensar que lo haré—, sabré que no fue una casualidad. Fue una tregua del universo. Un amor que nació donde nadie espera encontrarlo.

¿Tú también encontraste a alguien justo cuando más lo necesitabas?




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