Historias que quisimos callar

Capítulo 9: Me enamoré de mi terapeuta

Nunca lo planeé. Ni siquiera lo imaginé.

Llegué a su consulta después de mucho negarme. Me costó aceptar que necesitaba ayuda. Siempre me habían enseñado a ser fuerte, a resolver sola, a no llorar frente a nadie. Pero esa vez fue distinto. Esa vez me rompí de una manera que no supe reparar. No fue un gran evento. No hubo un detonante. Solo una sucesión de vacíos que me alcanzaron al mismo tiempo.

Y entonces fui.

La sala era pequeña, cálida, con paredes llenas de libros y una luz suave que no te obligaba a hablar… pero tampoco te dejaba callar. Él me recibió con un apretón de manos y una voz tranquila. De esas voces que no apuran, que no invaden. Solo están. Me senté frente a él. No recuerdo lo primero que dije. Pero sí recuerdo que no me miró con lástima. Y eso, para mí, fue el principio de todo.

Las primeras sesiones fueron torpes. Yo hablaba con miedo, midiendo cada palabra, cada pausa. Él escuchaba. A veces tomaba notas. A veces solo asentía. No interrumpía. Me daba espacio. Me hacía preguntas precisas, pero nunca obligatorias. Era como si supiera exactamente dónde estaban mis grietas, pero no intentara taparlas, sino mostrarme cómo mirarlas sin miedo.

Con el tiempo, comencé a abrirme. Le hablé de mi infancia. De los gritos en casa. De mi necesidad constante de complacer a todos. De cómo eso me llevó a relaciones donde yo era siempre la que daba, nunca la que recibía. Le hablé de una ruptura que me dejó sintiéndome insuficiente. De noches enteras llorando en silencio. De pensamientos que no me atrevía a compartir con nadie.

Y él estaba ahí. Siempre ahí. Escuchando sin juzgar. Sosteniéndome sin tocarme. Reflejándome una versión de mí misma que yo no había podido ver.

No sé en qué momento exacto ocurrió. No fue un día ni una frase. Fue un proceso. Una construcción. Una mezcla de admiración, gratitud y vulnerabilidad. Me enamoré.

No de su físico. Ni de su voz. Me enamoré de cómo me veía. De cómo lograba que incluso mis partes más oscuras tuvieran sentido. De cómo me devolvía a mí misma con cada palabra, con cada silencio bien puesto.

Lo supe una tarde en que no podía parar de llorar. Había tenido un retroceso. Me sentía estancada. Me sentía inútil. Y él, con total calma, dijo:

—Estás avanzando. No porque no llores, sino porque ya no te castigas por llorar.

Fue ahí. En ese instante. Sentí que lo amaba. No con un amor romántico, ni carnal. Un amor que se parece más a un agradecimiento sagrado. A una devoción tranquila. A la sensación de que alguien te vio por completo… y se quedó.

Nunca se lo dije.

Porque sabía que era una proyección. Porque él nunca cruzó la línea. Porque lo que yo sentía, aunque profundo, era parte del proceso. Una forma de sanar. Me aferré a su figura porque me estaba reconstruyendo desde los escombros, y necesitaba un faro. Y él fue eso. Un faro. Nada más. Nada menos.

Terminamos el proceso después de varios meses. En la última sesión, me preguntó cómo me sentía.

Le dije la verdad.

—Distinta. Más tranquila. Y agradecida.

Él sonrió. Me dio una hoja con todas las herramientas que habíamos trabajado. Me dijo que el proceso seguía, aunque él ya no estuviera. Y cuando salí de esa sala por última vez, supe que había perdido algo… pero que había recuperado algo más importante.

Hoy, cuando pienso en él, no siento amor. Siento respeto. Siento luz. Siento gratitud por haberme mostrado que incluso lo roto puede ser hermoso.

¿Tú también te aferraste a alguien que te ayudó a reconstruirte?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.