Nos conocimos en un foro donde nadie usaba nombres reales.
La página era antigua, de esas que ya casi nadie usa. Su diseño era simple, casi obsoleto. Blanco y gris, con letras pequeñas y secciones temáticas. La mayoría entraba para leer, para dejar alguna confesión anónima, para soltar lo que no podía decir en voz alta. Yo estaba ahí por eso. Porque necesitaba escribirle a alguien sin saber a quién. Y ahí fue donde dejé mi primera carta.
"A veces me duele ser fuerte. No porque lo sea realmente, sino porque todos piensan que no necesito ayuda."
Firmé con una inicial: M.
No esperé respuesta. Pero llegó.
"Quizá lo que más te duele es que nadie te pregunte si quieres seguir siéndolo. A mí me pasa lo mismo. —L."
Y entonces comenzó todo.
No nos escribíamos todos los días. A veces pasaban semanas. Pero cuando lo hacíamos, lo hacíamos con el alma. Nos contábamos cosas que jamás habíamos dicho en voz alta. Le hablé de mi miedo a decepcionar, de cómo fingía estar bien por costumbre. Me habló de su soledad, de cómo había aprendido a leer para no sentirse solo. No preguntábamos detalles. No hacíamos preguntas invasivas. Solo compartíamos.
Nunca supe cómo era su rostro. Nunca me pidió una foto. Nunca hablamos de dónde vivíamos, de nuestras edades exactas, ni de nuestras rutinas. Pero conocía su forma de mirar el mundo. Su sensibilidad para los detalles. Su sentido del humor seco. Su tristeza bien disimulada. Y creo que él conocía la mía también.
Con el tiempo, comencé a esperar sus cartas.
No eran largas. Pero eran precisas. Directas al punto exacto donde yo necesitaba ser vista. Me escribía cuando tenía insomnio, o cuando pasaba algo que solo él pensaba que yo podría entender. Y yo le respondía con el mismo cuidado con que se responde a una carta escrita a mano: sin prisa, sin filtros.
Una vez me dijo:
"No sé quién eres, pero te siento cerca. Como si compartiéramos un lenguaje que los demás ya olvidaron."
Esa frase me acompañó por semanas. Porque así se sentía. Como si nuestras palabras habitaran un espacio que nadie más conocía.
Un día, él propuso algo.
—¿Y si nunca nos conocemos?
Al principio pensé que era una broma. Pero no lo era.
—¿Y si dejamos que esto sea solo lo que es? Un espacio sagrado donde nadie tiene que fingir nada. Si nos conocemos, podríamos arruinarlo. Podríamos proyectar cosas, o decepcionarnos. En cambio, aquí… somos exactamente quienes somos.
Me costó entenderlo. Quería ponerle rostro. Quería escucharlo. Pero con el tiempo, comprendí que su propuesta era una forma de proteger algo que ya era perfecto en su imperfección.
Seguimos escribiéndonos por casi un año.
Hasta que, poco a poco, el foro comenzó a morir. La gente dejó de escribir. Las secciones se llenaron de spam. Las respuestas escaseaban. Y una noche, el sitio desapareció.
Entré como siempre y solo encontré un aviso: “Este dominio ha expirado.”
No tuve forma de contactarlo. No teníamos más vínculos que ese lugar. Su última carta fue breve.
"Gracias por sostenerme. No importa si un día esto se borra. Lo que escribimos ya existe en otro lado. En ti. En mí. En lo que fuimos aunque no tengamos cómo probarlo."
Aún conservo algunas de sus cartas. Las imprimí antes de que todo desapareciera. A veces las leo cuando siento que nadie me entiende. Porque ahí, entre líneas, sigo siendo yo. Y en alguna parte del mundo, quizá él también lo sea.
¿Alguna vez te conectaste con alguien que nunca viste?
#3178 en Novela romántica
#1107 en Otros
#9 en No ficción
amores imposibles, confesiones de la vida diaria, historias de la vida real.
Editado: 19.05.2025