Siempre decía que iba a volver.
La primera vez que lo dijo fue en el andén del aeropuerto, con la mochila colgada al hombro y los ojos rojos de contener las lágrimas. Me abrazó tan fuerte que por un momento creí que no se iría. Pero se fue. Se fue como se van las cosas importantes: sin garantía de retorno, pero con una promesa que una parte de ti decide creer.
—Te voy a escribir —me dijo—. Y cuando todo esté listo allá, vuelvo por ti.
Y yo asentí. Como si el amor pudiera congelarse. Como si el tiempo no tuviera dientes.
Él se fue a estudiar a otro país. Una beca que no podía rechazar. Una oportunidad que yo misma lo animé a tomar. Me dijo que serían solo dos años. Que el tiempo pasaría volando. Que cuando regresara, todo lo que habíamos soñado estaría más cerca. Que seguiríamos.
Y yo lo creí.
Los primeros meses fueron intensos. Llamadas eternas. Mensajes con diferencia horaria. Fotos de su rutina. Audios con su voz dormida. Todo lo que puede sostener una relación a distancia… lo hicimos.
Pero con el tiempo, algo se empezó a diluir. No de golpe. No con discusiones. Con silencios. Con respuestas que tardaban más. Con “hoy no puedo hablar, estoy agotado”. Con cumpleaños sin videollamada. Con la sensación de que yo era una pestaña abierta en su navegador de vida… pero no la principal.
Y aún así, seguí esperándolo.
Pasaron los dos años. Y no volvió.
Me dijo que había encontrado trabajo allá. Que era temporal. Que necesitaba ahorrar. Que era lo mejor para su futuro. Para el nuestro. Me habló con cariño. Con esa ternura que duele más que la frialdad. Porque uno no puede odiar a alguien que te dice “te amo” incluso cuando se está alejando.
Pasó un tercer año. Luego el cuarto.
Mis amigas me decían que lo soltara. Que me estaba aferrando a una promesa vencida. Que si realmente me amaba, ya habría vuelto. Pero yo les decía que no entendían. Que no todos los amores tienen que ser inmediatos. Que el suyo era un amor de largo aliento.
Mentía.
A ellas. Y a mí.
El quinto año lo esperé en silencio. Ya no lo llamaba. Ya no le preguntaba “cuándo”. Solo guardaba su número. Leía conversaciones viejas. Me acordaba de su olor, de su forma de mirar antes de besarme, de sus planes que me incluían. Y pensaba: tal vez mañana.
Ese “mañana” nunca llegó.
Un día, mientras revisaba redes sociales, vi una foto. Una boda. La suya.
No fue el hecho de que se casara. Fue el hecho de que nunca me avisó. De que ni siquiera tuvo el valor de decirme: “Ya no te espero.”
Supe entonces que no era su amor lo que había durado cinco años. Era mi esperanza.
Y no sabes lo que duele entender que estuviste sola en la espera.
Esa noche lloré como no lo hacía desde que él se fue. No de rabia. No de celos. De pena. Por mí. Por todo lo que pospuse. Por todas las puertas que no abrí porque estaba esperándolo a él. Por todo el tiempo que no viví realmente.
Después de eso, comencé a volver a mí.
No fue fácil. Nadie te enseña a reconstruirte después de una espera tan larga. Pero se puede. Se debe. Porque el amor, si no llega… no se espera eternamente. Se suelta.
Hoy, cuando me preguntan por él, no invento excusas. Digo la verdad.
Lo esperé cinco años. Pero aprendí que quien no vuelve, tampoco te merece de regreso.
¿Tú también esperaste a alguien que nunca regresó?
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Editado: 19.05.2025