Desde el primer instante supe que había algo diferente en él.
No fue una frase cursi, ni una mirada de película. Fue algo más simple. Más real. La forma en que me habló, como si me conociera de antes. Como si mi voz le fuera familiar, aunque apenas nos estuviéramos presentando.
Nos conocimos en una clase de postgrado. Yo estaba recién saliendo de una relación larga, arrastrando un cansancio emocional que me tenía con el corazón en pausa. Él acababa de mudarse, buscando empezar de nuevo después de cerrar una etapa difícil. No íbamos buscando nada. Ni amor, ni compañía. Solo avanzar. Respirar distinto.
Y sin embargo, nos encontramos.
Al principio fue una amistad cómoda. Nos sentábamos juntos, compartíamos apuntes, nos acompañábamos en los trabajos de grupo. Pero entre risas robadas y cafés improvisados, algo empezó a crecer. De a poco. Sin nombre, sin presión.
Una noche, después de una jornada eterna de estudio, me acompañó a casa. Caminamos más lento de lo necesario. Hablamos de miedos, de pérdidas, de sueños que no nos atrevíamos a contarle a nadie más. Cuando llegamos a mi puerta, hubo silencio. Pero no era incómodo. Era uno de esos silencios que solo existen entre personas que se entienden sin necesidad de decirlo todo.
No nos besamos esa noche.
Pero ahí empezó todo.
Nos enamoramos con cautela. Como quien sabe que no tiene permiso para quedarse, pero igual se acomoda. No hubo urgencias. No hubo promesas. Solo días que se llenaban de presencia mutua. Nos bastaba con eso. Estar.
Pero la vida… no siempre espera.
Él tenía una oferta de trabajo en otro país. Una oportunidad que había estado esperando durante años. Cuando me lo dijo, lo hizo con los ojos bajos, como si ya supiera mi respuesta. Como si le doliera más por mí que por él mismo.
—No te estoy pidiendo que me sigas —me dijo—. Sería injusto.
—Y si yo quisiera seguirte, ¿lo permitirías? —pregunté.
—No. Porque tú también tienes una vida aquí. Tus planes. Tus raíces. Y no quiero que me mires con rencor si un día no funciona.
Nos quedamos en silencio mucho tiempo.
Pocas veces en mi vida sentí tanta contradicción. Lo amaba. Él me amaba. Pero ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder lo que ya había costado tanto construir. No era egoísmo. Era honestidad. Era entender que el amor no siempre es suficiente para borrar los kilómetros. Que a veces, amar también es renunciar.
Nos despedimos una semana después. No con drama. No con llanto escandaloso. Solo con abrazos largos y miradas que decían más que cualquier discurso.
Él se fue. Yo me quedé.
Con los años, seguimos sabiendo el uno del otro. Mensajes esporádicos. Felicitaciones en fechas importantes. Una foto cada tanto. Y el mismo cariño intacto, cubierto por una capa de respeto que nunca rompimos.
Nunca nos reencontramos.
No porque no quisiéramos. Sino porque entendimos que lo nuestro existió en el único momento en que podía existir. Que si hubiera sido antes, no habríamos sabido cuidarlo. Que si hubiera sido después, ya no habríamos sido los mismos.
A veces pienso que las personas correctas no siempre llegan para quedarse. Algunas solo vienen a enseñarte que todavía eres capaz de sentir, de construir, de imaginar un “nosotros”. Y eso también es amor. Aunque no tenga final feliz.
¿Te cruzaste con alguien que parecía ser... pero no en ese momento?
#3178 en Novela romántica
#1107 en Otros
#9 en No ficción
amores imposibles, confesiones de la vida diaria, historias de la vida real.
Editado: 19.05.2025