No me lo pidió.
Nunca me miró a los ojos y dijo “lo siento”. Nunca se disculpó por lo que hizo. Nunca asumió el daño. Nunca reconoció lo que destruyó con sus decisiones.
Y, sin embargo… lo perdoné.
No fue inmediato. No fue noble. No fue por grandeza espiritual ni por madurez emocional. Fue porque me cansé. Porque cargar con ese enojo me estaba rompiendo más que la herida original. Porque entendí que el perdón, a veces, no tiene nada que ver con el otro… y todo que ver conmigo.
Estuvimos juntos cuatro años. No perfectos, pero sí suficientes. Suficientes para hacernos planes, para contarle a nuestras familias, para hablar de hijos, de casa, de domingos compartidos. Yo confiaba en él. Por completo. Era de esas personas que uno defiende incluso cuando el resto duda. De esas que uno elige incluso cuando ya no está tan segura.
Y entonces pasó.
La infidelidad.
Sucia, fría, sin explicación.
Lo supe antes de que me lo dijeran. Hay silencios que tienen forma. Distancias que se notan. Olores nuevos en una camisa. Gestos torpes en una rutina ya aprendida. Y luego vino la confirmación. Un mensaje. Una foto. Una excusa mal construida. Lo negó, por supuesto. Como todos. Pero el daño ya estaba hecho.
No me gritó. No lloró. No pidió que me quedara. Solo se fue.
Y yo me quedé con todo.
Con la rabia. Con el dolor. Con la humillación. Con las preguntas que no se responden. Con el amor aún palpitando, como una herida abierta que no entiende por qué la golpean si aún late.
Pasaron meses. Me volví dura. Inaccesible. Decía que estaba bien. Que había pasado página. Que no me importaba. Pero mentía. Me importaba cada vez que alguien pronunciaba su nombre. Me importaba cuando pasaba cerca de su calle. Me importaba cuando soñaba con él… y me despertaba odiándome por eso.
Hasta que un día, mientras lavaba los platos, sin ninguna razón especial, lo sentí:
Ya no quería odiarlo.
No porque se lo mereciera. Sino porque yo sí lo merecía. Merecía descansar. Dormir sin apretar los dientes. Reír sin que se sintiera falso. Amar de nuevo sin tener que demostrar que no era él.
Y ahí lo hice. En silencio. Sin avisarle.
Lo perdoné.
No lo llamé. No se lo escribí. No lo publiqué en ninguna parte. Solo lo solté. Como quien deja caer una piedra que ya no tiene sentido seguir arrastrando.
Hoy, cuando pienso en él, no hay fuego. No hay cuchillos. Hay una especie de bruma suave. Un recuerdo lejano. Un aprendizaje triste. Una historia que no terminó bien… pero que ya no duele.
Porque a veces, el perdón no es justicia.
Es libertad.
¿Alguna vez perdonaste a alguien que nunca lo pidió?
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Editado: 19.05.2025