Fue en el asiento 22B.
Yo iba rumbo al sur, con una mochila llena de ropa y una cabeza llena de cosas que no sabía cómo ordenar. No era un viaje de vacaciones. No era por trabajo. Era de esos viajes que uno hace para huir. Para alejarse. Para pensar. Aunque una parte de mí sabía que no quería pensar en nada. Solo mirar por la ventana y dejar que el movimiento hiciera el trabajo de remover lo que no sabía cómo enfrentar.
Él se sentó en el 22A. Traía un libro, unos audífonos colgando del cuello y una chaqueta con parches viejos. Me saludó con un gesto apenas visible, y yo respondí igual. No teníamos ganas de hablar. Al menos no al principio.
Durante la primera media hora del viaje, no cruzamos una palabra. Solo compartíamos el espacio. Yo con mi termo de té. Él con su lectura interrumpida cada tanto por miradas largas hacia el paisaje. Había algo en su forma de estar que no era invasiva, pero sí presente. Como si no necesitara decir nada para hacer notar que existía.
Cuando el tren se detuvo en la estación de Chillán por quince minutos, me ofreció galletas.
—Están feas, pero sirven para que el tiempo pase más rápido —dijo.
Acepté. Y así empezó todo.
Hablamos. Sin máscaras. Sin prisa. Como si el tren nos hubiera sacado de nuestras vidas y nos hubiera dado permiso para ser otros. O para ser más nosotros que nunca. Me contó que había dejado una relación larga hacía poco. Que su padre estaba enfermo. Que no sabía si estaba escapando o volviendo. Yo le hablé de una ruptura que aún me dolía, de una decisión que no me animaba a tomar, de lo difícil que era sentirse fuerte cuando uno no quería cargar nada.
No nos interrumpíamos. No nos juzgábamos. Solo nos escuchábamos. Como si cada palabra del otro tuviera valor, aunque no tuviera sentido.
Nos reímos también. De cosas pequeñas. De una señora que hablaba dormida unas filas más atrás. De la música ochentera que sonaba en el vagón comedor. De nuestras propias contradicciones.
En algún momento de la tarde, nos quedamos en silencio. Él me prestó uno de sus audífonos y escuchamos la misma canción. No recuerdo el nombre. Solo recuerdo que mientras la escuchábamos, nuestras cabezas se inclinaron, sin querer, una hacia la otra. Y ahí nos quedamos. Sin tocar. Sin hablar. Sin prometer nada.
Fue el momento más sincero que tuve en meses.
El tren llegó a su destino. Él se bajaba antes que yo. Tomó su mochila, me miró y me dijo:
—Gracias por escucharme como si me conocieras de antes.
—Gracias por hablarme como si supieras quién soy —le respondí.
Nos dimos un abrazo. Firme. Breve. Cálido.
Y se fue.
Nunca supe su nombre. Nunca pregunté. No nos seguimos en redes. No intercambiamos números. No nos prometimos nada. Porque no hacía falta. Porque sabíamos que ese encuentro no estaba hecho para repetirse. Estaba hecho para existir una sola vez… y quedarse para siempre.
Y así fue.
Hoy, cuando viajo en tren, miro siempre hacia el asiento 22A. No porque crea que va a estar ahí. Sino porque una parte de mí recuerda que a veces un desconocido puede darte más paz que alguien que has amado durante años.
Y eso también es amor. Aunque dure solo un trayecto.
¿Tuviste un encuentro con alguien que marcó tu vida… aunque solo duró un viaje?
#3178 en Novela romántica
#1107 en Otros
#9 en No ficción
amores imposibles, confesiones de la vida diaria, historias de la vida real.
Editado: 19.05.2025