Historias que quisimos callar

Capítulo 31: Nunca supe cómo decirle que me dolía

Yo no crecí en una casa donde se hablaba del dolor.

Mi papá se tragaba todo. Rabia, miedo, tristeza, frustración. Su forma de enfrentar la vida era apretar los dientes, seguir caminando y nunca, jamás, mostrar debilidad. Lo vi llorar una sola vez. Tenía yo unos once años. Su madre había muerto y se le escaparon dos lágrimas en el funeral. Luego se limpió la cara con la manga de la chaqueta y no volvió a mencionar el tema.
—“Ya está. A seguir,” dijo.
Y seguimos.

Así aprendí yo.
O mejor dicho, así me enseñaron a callar.

Por eso, cuando me enamoré por primera vez de verdad, pensé que amar era estar, acompañar, resolver. Pero nunca supe cómo decirle lo que sentía. Nunca supe hablar de mis vacíos, de mis inseguridades, de ese miedo tonto a no ser suficiente para ella. Nunca dije que me dolía cuando discutíamos. Que me hería cuando me ignoraba. Que me sentía solo incluso estando a su lado.

Y no era porque no la quisiera. La quería. Mucho. Con esa intensidad silenciosa que no sabe cómo transformarse en palabras. La miraba dormir y pensaba: qué suerte la mía. Pero cuando ella se enojaba y me pedía que hablara, que le dijera qué me pasaba… yo no decía nada.

Me cerraba. Me ponía frío. Me escondía detrás de un “estoy bien” que no era cierto.

Una vez me preguntó:
—¿Por qué no puedes decirme lo que sientes?

Y no supe qué responder.
Porque nunca me lo habían enseñado.

Yo creía que demostrar amor era pagar las cuentas, acompañarla a donde necesitara, quedarme despierto cuando se sentía mal, arreglar las cosas de la casa sin que me lo pidiera. Y sí, todo eso era amor. Pero no era suficiente. Porque ella necesitaba algo más. Necesitaba palabras. Puentes. Emoción compartida.

Yo no supe dárselo.

No porque no quisiera. Sino porque me dolía tanto abrirme… que prefería aguantarlo solo.

Recuerdo una noche en que discutimos. Ella me decía que no sentía que yo la necesitara. Que parecía que todo me daba igual. Y yo la miraba con ganas de gritarle que estaba equivoca— que me importaba más de lo que jamás podría decir. Que cuando la veía llorar, se me rompía algo adentro. Que su tristeza me dolía más que cualquier cosa.
Pero no lo dije.
Solo me senté, con la cara seria, fingiendo que no pasaba nada.

Y ahí la perdí.
No fue ese día. Pero empezó ahí.

Con el tiempo, se fue apagando. Ya no preguntaba. Ya no exigía. Ya no buscaba mis respuestas. Solo fue soltando. Y yo… seguía sin hablar. Por orgullo. Por costumbre. Por miedo. Porque no sabía cómo. Porque me enseñaron que los hombres no lloran, no explican, no confiesan.

Y entonces, un día, se fue.
Sin escándalos. Sin pelea.
Solo me dijo:
—Me cansé de hablar sola.

No la culpé.
¿Cómo hacerlo, si era cierto?

Desde entonces, aprendí a escucharme. A ir a terapia. A desaprender esa idea de que sentir es debilidad. A entender que decir “me duele” no te hace menos hombre… te hace más humano.

Todavía me cuesta. A veces me encierro. A veces guardo. Pero ahora lo intento. Porque no quiero volver a perder a alguien solo porque no supe abrir la boca.

Y sí… aún pienso en ella.

No por lo que fue. Sino por todo lo que no fui capaz de decirle.

¿Alguna vez callaste tanto que, cuando quisiste hablar, ya era tarde?




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