Historias que quisimos callar

Capítulo 33: Me fui sin despedirme… y todavía me duele

Lo hice mal.
No por lo que hice, sino por cómo lo hice.
No por irme… sino por no quedarme a explicarle por qué.

Estuvimos juntos casi tres años. Una historia tranquila, sin grandes tormentas ni giros inesperados. Ella era todo lo que una buena pareja puede ser: estable, honesta, atenta. Me cuidaba con gestos pequeños. Recordaba mis fechas. Se acordaba del nombre del perro de mi infancia y de las marcas de cigarro que prometí dejar pero nunca dejé.

Y sin embargo, algo dentro de mí no estaba.

No al principio. Al principio estaba seguro. Contento. Cómodo. Pero con el tiempo empecé a sentir esa incomodidad sorda que no sabes cómo explicar. Como si la vida que estábamos construyendo no fuera mía. Como si cada plan a futuro —el departamento, los viajes, los muebles que queríamos comprar juntos— me pesara más que me entusiasmara.

Y no era por ella.
Era por mí.

Me costó aceptarlo. Porque no tenía razones concretas. No había traiciones. No había peleas constantes. No había nada que contar como excusa. Solo una especie de nudo en el estómago que crecía cada día. Y cada vez que ella me abrazaba, me sentía más solo. Cada vez que me hablaba con ilusión, me dolía no sentir lo mismo.

Lo que más me dolía era que ella no tenía idea.
Porque yo era bueno fingiendo.
Porque nadie me enseñó a decir: “No sé si quiero seguir”.

Así que un día, sin escándalo, sin anticipo, sin drama, me fui.

Aproveché un domingo en que ella salió a visitar a su hermana. Empaqué lo mínimo. Dejé la llave en la mesa. No escribí una nota. No grabé un audio. Solo me fui. Apagué el teléfono por tres días. Me escondí de todos. Me borré.

Podría decir que lo hice por cobardía. Y sería cierto.
Pero también fue por vergüenza.
Por culpa.
Por no tener el valor de sentarme frente a ella y romperle el corazón con palabras honestas.

Cuando volví a conectar el teléfono, tenía más de cincuenta mensajes. Algunos eran suyos. Algunos de amigos en común. Algunos solo decían: “¿Estás vivo?”. Otros: “¿Qué pasó?”. Y ella, con una mezcla de dolor y desconcierto, me preguntaba cosas que yo no podía responder.

—“¿Dije algo que te hizo daño?”
—“¿Había otra persona?”
—“¿Cómo puedes hacerme esto sin avisar?”
—“¿Era todo mentira?”

Y no. No lo era. Nada fue mentira.

Solo que ya no sabía cómo quedarme. Y no supe cómo irme bien.

Con el tiempo, dejé de recibir mensajes. Me bloquearon en todas partes. Me quedé con el silencio que yo mismo había sembrado. Y con la culpa, que no se fue.

Porque la gente piensa que quien se va sin despedirse es alguien frío, alguien cruel. Pero a veces, quien se va así lo hace porque no puede con la imagen de lo que está dejando atrás. Porque teme destruir al otro en persona. Porque se siente tan culpable… que cree que la única forma de no romperse del todo es desaparecer.

Años después, supe por una amiga en común que ella rehízo su vida. Está bien. Tiene pareja. Tiene planes nuevos. No habla de mí. Y yo lo entiendo.

Nunca busqué reconquistarla. Nunca pedí perdón. Porque ¿cómo se pide perdón por una herida que aún sangra en uno mismo?

Pero si ella algún día lee esto —aunque no sepa que soy yo— quiero que sepa que sí la amé. Que todo fue real. Que lo mío no fue huida por desprecio, sino por incapacidad. Que no me fui porque ella no fuera suficiente… sino porque yo no sabía cómo ser sincero sin destruirla.

Y que sí. Todavía me duele.

¿Alguna vez te fuiste de un lugar donde en realidad querías quedarte?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.