Historias que quisimos callar

Capítulo 34: Mi padre nunca me enseñó a amar

Nunca me abrazó.
No lo digo como reproche. Lo digo como un hecho.
Jamás me dijo “te quiero”. Jamás me dio un beso en la frente antes de dormir. Nunca me llevó de la mano por la calle. Nunca se rió conmigo. Nunca me preguntó si me dolía algo, si estaba triste, si necesitaba hablar.
Estaba ahí.
Pero no estaba.

Mi padre era de esos hombres duros. De los que creían que el afecto se demuestra con techo y comida. Que el cariño es implícito. Que si no falta nada en la mesa, entonces no hay de qué quejarse. Crecí con ese modelo. Y durante años pensé que eso era lo normal.

Después aprendí que no lo era.

Cuando entré a mi primera relación, me di cuenta de que había un idioma que no hablaba. No sabía cómo decir cosas simples como “me haces falta” o “tengo miedo de perderte”. Me sentía ridículo al mostrar afecto. Me incomodaban los gestos dulces. Me bloqueaba cuando alguien quería acercarse demasiado.
Porque el amor me parecía algo ajeno.
Algo que admiraba desde afuera, pero que no sabía cómo practicar.

Mi pareja de entonces me lo decía todo el tiempo:
—“Eres frío.”
—“Parece que estás siempre a medio camino.”
—“No sé si me quieres o solo estás cómodo.”

Y yo… sí la quería. La quería tanto. Pero no sabía cómo decírselo. No sabía cómo tocarla sin que pareciera torpeza. No sabía cómo abrirme sin que sintiera que me rompía.
Porque nadie me enseñó.
Porque nunca lo vi.

Mi padre se levantaba a las seis, llegaba a las nueve. Ponía las noticias. Cenaba en silencio. Se acostaba. Algunos días lo oía llorar en la ducha. Nunca le pregunté por qué. Y él nunca habló. Aprendí que los hombres no lloran delante de nadie. Que los problemas se resuelven solo o no se resuelven. Que hablar de lo que uno siente es perder autoridad.

Fui su reflejo por muchos años.

Hasta que perdí a alguien por eso.

La segunda mujer que amé me dejó después de decirme, con voz temblorosa, que no podía seguir esforzándose por alguien que no se dejaba querer. Me abrazó. Me miró con ternura. Y se fue. No por falta de amor. Sino por falta de espacio.

Esa noche, fui al baño, me miré al espejo… y por primera vez en mi vida me hablé en voz alta.
—“¿Qué estás haciendo contigo?”
Y lloré.
Como no lo había hecho desde niño.

Fue ahí que entendí que yo no tenía la culpa de cómo me criaron. Pero sí era mi responsabilidad sanar. Reaprender. Reconfigurar mi forma de vincularme. No quería seguir hiriendo a las personas que amaba solo porque a mí no me enseñaron a cuidar.

Fui a terapia. Leí libros. Hablé con mi madre. Pregunté. Escuché. Me permití ser torpe, ser emocional, ser blando. Me permití volver a sentir desde lo que me negué por años.

Y una tarde, después de mucho tiempo, fui a visitar a mi padre.

Nos sentamos en la cocina. No dijo mucho. Me sirvió café. Me miró como se mira algo que uno no sabe muy bien cómo cuidar. Y yo, con el corazón en la garganta, le dije:

—Papá… me costó mucho aprender a amar.
Él no respondió. Solo bajó la mirada.
—No te culpo. Pero quiero que sepas que lo estoy intentando.
Tardó unos segundos, y con la voz quebrada, dijo:
—A mí también me costó.

Ese fue nuestro abrazo.

No de cuerpos. De heridas compartidas.

Desde entonces no somos otra cosa. Pero al menos… nos entendimos.

Hoy sigo aprendiendo. A veces aún me cuesta. A veces me callo cosas que debería decir. Pero ya no me justifico. Ya no repito el modelo. Porque entendí que uno puede amar distinto a como le enseñaron. Que uno puede romper la cadena.

Y eso estoy haciendo.

¿Tuviste que aprender a amar sin haber recibido amor primero?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.