Yo fui el villano de su historia.
No porque lo haya planeado. No porque me propusiera hacerle daño. Pero lo hice. A mi manera. Con mis silencios. Con mis dudas. Con mis vacíos no resueltos.
Fui el que la empujó a irse… mientras decía que quería que se quedara.
Cuando la conocí, supe que estaba frente a alguien distinto. Tenía esa forma de mirar el mundo con profundidad, de reírse con los ojos, de hablar sin miedo. Era transparente. Luminosa. Me hacía sentir visto, incluso cuando yo no quería serlo.
Me enamoré de su forma de caminar con decisión. De cómo defendía lo que pensaba. De cómo me escuchaba sin apurarme. De cómo me desarmaba con preguntas simples como:
—¿Estás bien de verdad, o solo estás sobreviviendo?
Y al principio, fui sincero con ella. Le dije que no estaba listo. Que venía de relaciones rotas. Que había partes de mí que aún no entendía. Ella no se asustó. Dijo que no buscaba a alguien perfecto. Solo a alguien que no huyera.
Y ahí empezó lo que tuvimos.
Fue intenso. Honesto. Hermoso.
Hasta que dejó de serlo.
O mejor dicho, hasta que yo empecé a sabotearlo.
Porque cuando uno no se cree suficiente, empieza a romper lo que ama. Empieza a cuestionar cada gesto, cada frase. Empieza a herir primero, por si lo hieren después. Empieza a desconfiar de todo lo bueno… porque cree que no lo merece.
Eso hice con ella.
Cada vez que se acercaba, yo ponía distancia. Cada vez que me hablaba con ternura, yo respondía con sarcasmo. Cada vez que me pedía que le dijera cómo me sentía, yo me escondía detrás del escudo de “no pasa nada”.
Y lo peor es que lo veía.
La veía apagarse.
La veía cansarse.
La veía decepcionarse de mí a pedacitos.
Y aun así, no paraba.
Porque me daba miedo abrirme.
Porque prefería alejarme antes de mostrar mis grietas.
Porque no sabía cómo sostener un amor que de verdad me quería.
La herí.
No con gritos. No con traiciones.
La herí con indiferencia.
Con la ausencia emocional.
Con la falta de valentía para quedarme de verdad.
Hasta que un día, me miró a los ojos —cansada, rota, vacía— y me dijo:
—Me estoy yendo. No porque ya no te ame… sino porque no puedo seguir amando por los dos.
Y se fue.
No hizo drama. No pidió explicaciones. No buscó culpables. Solo se fue.
Y yo me quedé con el silencio.
Durante semanas me repetí que ella había exagerado. Que las cosas no estaban tan mal. Que podía haber aguantado más. Pero era mentira. Yo lo sabía. Había empujado cada piedra hasta que el puente colapsó.
La lastimé.
La arrastré conmigo.
Y cuando se rompió, le dije que no sabía qué pasaba.
La hice dudar de sí misma.
Y eso… es violencia también.
Hoy, después de todo, aún la amo.
No como se ama desde la posesión, sino desde el duelo. La amo en silencio. La amo desde la distancia que yo mismo creé. La amo cada vez que me arrepiento. Cada vez que veo una foto suya que aún guardo. Cada vez que escucho su voz en mi cabeza diciendo:
—No basta con quedarse si no vas a estar de verdad.
No le he pedido volver.
No porque no lo quiera.
Sino porque ya no tengo derecho.
Solo espero que esté bien. Que alguien la ame como yo no supe hacerlo. Que la abracen cuando se sienta insegura. Que le digan “estoy acá” y se queden. Que no la hagan preguntarse si merece amor.
Y si algún día lee esto, quiero que sepa:
Lo siento.
Me faltó valor. Me sobró ego. Me perdí.
Pero nada de lo que sentí fue mentira.
Fui el que la lastimó.
Pero también fui el que más la amó… aunque mal.
¿Alguna vez destruiste a la persona que más te quería… sin querer hacerlo?
#3178 en Novela romántica
#1107 en Otros
#9 en No ficción
amores imposibles, confesiones de la vida diaria, historias de la vida real.
Editado: 19.05.2025