Historias que quisimos callar

Capítulo 37: Me enamoré de alguien que no sabía leer

La conocí un miércoles, en la estación Quinta Normal.

Yo salía tarde de la universidad, agotado por una exposición mal preparada y una clase eterna de teoría literaria. Recuerdo que me senté en una banca a comer una empanada vieja, cuando vi que una señora, limpiando el borde de una escalera mecánica, me miraba de reojo. No con interés. Con curiosidad.

Tenía la piel tostada, los ojos pequeños y una expresión amable. El uniforme verde claro del aseo le quedaba un poco grande. Me sonrió. Le devolví la sonrisa sin pensar.

Volví a verla al día siguiente. Y al siguiente. Cada vez me saludaba con un leve movimiento de cabeza. Empecé a buscarla sin admitirlo. Una parte de mí esperaba encontrarla. Me hacía quedarme cinco minutos más sentado, fingiendo revisar apuntes. Me encontraba mirando a su carrito de aseo como si tuviera algo que decirme.

Hasta que un día me habló.

—¿Estás siempre leyendo lo mismo?
—No, es otro —respondí, mostrándole el libro.
—Ah. Yo no cacho mucho eso —dijo, encogiéndose de hombros.

Desde ahí, nació algo.

Nada que se pudiera nombrar con claridad. Al principio, solo compartíamos saludos y bromas. Después, conversaciones breves mientras terminaba su turno. Me contó que se llamaba Daniela, que vivía en Renca con su abuela, que trabajaba desde los quince. Yo le conté que estudiaba literatura, que quería ser profesor, que a veces me sentía fuera de lugar entre tanto análisis pretencioso.

Nos reíamos mucho. Ella tenía una forma tan honesta de mirar el mundo. Me hacía sentir menos atrapado en mis propias exigencias. Una tarde me dijo:

—Me gustas. Así, con ropa de universitario y todo.
—¿Y eso es bueno o malo?
—No sé. Es raro. Me gustas igual.

Me puse rojo. No supe qué responder.

Pero desde ese momento, algo cambió.

Nos empezamos a ver fuera de la estación. Caminábamos por el parque. Ella hablaba de su día, de la gente que trataba mal al personal de aseo. Yo hablaba de libros que no conocía. Me escuchaba con atención, aunque no entendiera todo. Me decía que le gustaba mi voz cuando leía en voz alta.

Una tarde, le regalé un libro. Uno sencillo, lleno de ilustraciones. Quería compartirle lo que me apasionaba.

Ella lo tomó con cuidado.
Lo abrió.
Lo miró en silencio.
Y luego me dijo:
—Gracias. Pero no sé leer.

Me lo dijo sin pena. Sin culpa.
Como quien admite una herida vieja, ya cicatrizada.

Me quedé callado.

Ella siguió hablando. Me contó que nunca terminó el colegio. Que había tenido que cuidar a su hermana menor desde los doce. Que después trabajó. Que intentó aprender sola, pero nunca se atrevió a entrar a una escuela de adultos. Le daba vergüenza. Decía que ya estaba vieja para eso.

Quise decir algo, pero no me salieron las palabras correctas.

Y entonces pasó lo inevitable: empecé a cambiar.

No de forma brusca. Pero sí real. Comencé a evitar hablar de ciertos temas. A omitir frases. A reducir mis lecturas en su presencia. A evitar que nos vieran mis compañeros de universidad. Me invitaron una vez a un café con amigos, y no la invité. Me preguntaron si estaba saliendo con alguien, y mentí.

Ella lo notó.

—No quiero que te dé vergüenza estar conmigo —me dijo una noche, sin mirarme.

Yo quise negarlo. Decirle que no era eso. Que estaba confundido. Que no era el momento. Pero ella ya lo sabía.
Lo supo desde antes que yo.

Y se fue.
No con drama. No con reclamos. Solo se alejó.

No la vi más en la estación. Me dijeron que pidió cambio de línea. No respondía mis mensajes. No me devolvió el libro.

Pasaron meses.
Una parte de mí respiró aliviada.
Otra parte se arrepintió cada día.

Hoy, cuando la recuerdo, no lo hago con culpa. Lo hago con dolor. Con esa tristeza que da haber dejado ir algo real por miedo al juicio. Por el qué dirán. Por no saber cómo explicar que me gustaba una mujer que no sabía leer… pero que entendía todo lo que yo no.

Porque me enseñó más en sus silencios que muchos libros en toda mi carrera.

Y no… no volví a saber de ella.

Pero si algún día lee esto —o alguien se lo lee en voz alta— quiero que sepa que sí la amé. Que me marcó. Que la fallé, no por no quererla, sino por no saber cómo sostener un amor sin forma aceptada.

¿El amor basta cuando las palabras no son el mismo idioma?




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