Tenía miedo de caminar sola.
No es una metáfora. No es un recurso literario. Tenía miedo real. Miedo de pasar por la esquina de siempre. Miedo de los mismos rostros, de las mismas palabras, de las mismas manos que a veces rozaban demasiado. Miedo de tener que justificar cómo me vestía, a dónde iba, por qué no respondía.
No fui golpeada. Pero sí invadida.
Miradas. Gestos. Comentarios.
Acoso disfrazado de rutina.
Por eso, un día, decidí aprender a defenderme.
No para pelear. Para dejar de temblar.
Fui a una escuela chica, sin lujos, donde enseñaban defensa personal para mujeres. Entré con la espalda tensa y el corazón en la boca. Él era el instructor. No se parecía en nada a lo que imaginaba. No era un “macho rudo”. Era un tipo serio, tatuado, con la mirada triste y una voz que parecía haberse quebrado muchas veces.
—Aquí no venimos a hacernos las valientes —nos dijo la primera clase—. Venimos a recordar que ya lo fuimos demasiado tiempo.
Y me quedé.
Semana tras semana, empecé a sentir que mi cuerpo ya no era solo un blanco. Que mis manos podían sostenerme. Que mis piernas podían correr… o resistir. Él me corregía con paciencia. Me decía que no era fuerza, era decisión. Que el primer golpe se da con la mente.
Un día, después de clase, nos quedamos conversando.
—¿Tú por qué enseñás esto? —le pregunté.
—Porque yo fui parte del problema.
—¿Fuiste agresor?
—Fui violento. Conmigo. Con otros. Aprendí todo lo que no se debe hacer. Y ahora intento enseñar lo contrario.
Me lo dijo sin dramatismo. Como quien sabe que la redención no se declara. Se vive.
Con el tiempo, empecé a verlo distinto. No solo como instructor. Sino como alguien que, sin decirlo, me hacía sentir segura. Me escuchaba sin apurar. Me miraba sin invadir. Me trataba como nadie me había tratado: sin lástima, sin deseo, sin juicio.
Una noche me acompañó hasta la esquina de mi casa. Yo tenía frío. Me ofreció su chaqueta. No la acepté. Pero le agradecí.
—¿Sabes que me siento a salvo contigo? —le dije.
Me miró, sin sonreír.
—Yo también, contigo.
Y ahí supe que algo había cambiado.
Nos empezamos a ver fuera del gimnasio. Paseos cortos. Conversaciones largas. Me contó de su infancia. De su hermano preso. De su madre que aguantó todo. De las veces que golpeó antes de aprender a hablar. Me dijo que nunca pensó que alguien como yo podría mirarlo sin miedo.
Y yo… lo miraba con ternura. Con respeto. Con amor.
Sí. Me enamoré.
De sus silencios. De su dolor. De su forma de decir “todo bien” cuando no lo estaba. De cómo me enseñó que protegerse no es poner muros… sino elegir bien a quién le abres la puerta.
No fue fácil.
Tuvo miedo de empezar algo. Creía que podía fallarme. Que podía volver a ser lo que fue. Pero no lo fue. Y yo tampoco. Porque ambos sabíamos lo que era estar rotos. Porque aprendimos a hablarnos como quien toca una herida cerrada: con cuidado, con pausa, con respeto.
Hoy no estamos juntos.
No porque nos hiciéramos daño.
Sino porque a veces el amor también es un paso en el camino.
Un refugio.
Una enseñanza.
Él me enseñó a defenderme.
Yo le enseñé que hay gente que no quiere cambiarte… solo acompañarte.
Y eso bastó.
¿Es posible amar sin miedo… cuando ambos aprendieron a sobrevivir golpeando primero?
#3178 en Novela romántica
#1107 en Otros
#9 en No ficción
amores imposibles, confesiones de la vida diaria, historias de la vida real.
Editado: 19.05.2025