Historias que quisimos callar

Capítulo 42: Me enamoré en un hogar de acogida

No recuerdo bien cuándo empezó, pero sí cómo terminó: con la puerta cerrándose detrás de ella y un cuaderno doblado en mi pecho.

A los once años, ya sabía que el amor era algo que pasaba en las películas. Que en los lugares como donde yo vivía —hogares de acogida, centros de protección, casas con más candados que camas— no había espacio para cosas como el amor. Ni para los libros de promesas ni para los abrazos largos. Nosotros aprendimos a pedir permiso hasta para respirar. Aprendimos a llorar hacia adentro. A dormir con ropa por si había que salir corriendo. A mirar sin mirar. A defendernos antes de que hiciera falta.

Pero entonces llegó ella.

La ingresaron un viernes por la tarde, con una mochila rota y una expresión que no pedía nada. Tenía catorce. Yo, quince. Le hicieron las preguntas de siempre, las que todos odiábamos: “¿Por qué estás aquí?”, “¿Quién te cuidaba antes?”, “¿Tomás algún remedio?”. Ella respondía con monosílabos. No bajaba la mirada. No subía la voz. Parecía flotar.

Nos pusieron en habitaciones separadas, como siempre. Chicas con chicas, chicos con chicos. Pero compartíamos el mismo patio, los mismos horarios, las mismas paredes húmedas que olían a desinfectante y a tiempo detenido. No sé en qué momento empecé a mirarla más de la cuenta. Tal vez fue cuando la vi dibujando en la esquina del comedor, en una servilleta. O cuando me escuchó leer en voz baja el único libro que me había regalado una tía que nunca volvió.

Un día me preguntó:

—¿Eso es poesía?
—No sé… tal vez.
—Suena bonito. Aunque no entienda.

Y ahí supe que estábamos empezando algo.

No fue un “enamoramiento” como el que otros cuentan. No hubo cartas con corazones ni fotos para guardar. No podíamos tocarnos. No podíamos vernos a solas. No podíamos decir lo que sentíamos en voz alta porque cualquier expresión de afecto era vista con sospecha. El amor, en esos lugares, era casi un delito. Algo que podía ser confundido con desobediencia, con descontrol, con “conducta riesgosa”.

Así que nos inventamos una forma secreta.

Ella dibujaba. Yo escribía. Intercambiábamos papelitos escondidos entre libros, entre bandejas, entre ropa tendida. Yo le escribía cosas como “me gustaría que el día tuviera más sol cuando tú estás” o “hoy leí algo que me hizo pensar en tu risa”. Ella me dejaba dibujos de cielos abiertos. De pájaros. De manos que se rozaban sin tocarse.

Aprendimos a hablarnos sin hablar. A cuidarnos desde la distancia. A querernos sin que nadie supiera.

Una noche, hubo un problema en el hogar. Uno de los chicos mayores agredió a un cuidador. Se armó un escándalo. Vinieron asistentes sociales. Revisaron cuadernos, mochilas, pertenencias. Y ahí encontraron nuestras hojas. Nuestros papelitos. Nuestras conversaciones.

Nos separaron. A ella la trasladaron a otro hogar, en otra región. A mí me cambiaron de colegio. Me quitaron el libro. Me hicieron escribir una carta donde dijera que no volvería a tener contacto con ella. Me dijeron que no era amor. Que era un riesgo. Que era una “confusión emocional producto del entorno”.

Yo no dije nada.
Pero esa noche, lloré como no había llorado nunca.
Lloré por lo que no nos dejaron ser.
Lloré por haber sentido, por primera vez, que podía querer a alguien… y que eso también me estaba prohibido.

Pasaron los años.

Me dieron el egreso a los diecisiete. Salí con lo puesto. Con una bolsa de ropa, unos papeles y el silencio de los que salen sin saber a dónde ir. Trabajé en lo que pude. Dormí donde se podía. Crecí a la fuerza.

Y un día, en una caja vieja, encontré su último dibujo. Una puerta entreabierta. Y adentro, una sombra sentada leyendo. Afuera, una figura esperándola.

No la volví a ver.

No sé si está bien. No sé si la dejaron estudiar. No sé si alguien le preguntó qué soñaba. Pero si algún día encuentra estas palabras, quiero que sepa que sí la amé. Con todo lo que tenía. Con todo lo que no sabía aún. La amé en medio del ruido. En medio del control. En medio del abandono.

La amé en un lugar donde el amor no estaba permitido.
Y por eso duele más.
Porque cuando uno crece en la carencia, el amor se vuelve lo más peligroso de todo.
Porque uno aprende a vivir sin él… hasta que alguien te lo muestra.
Y luego, lo arranca.

¿Puede crecer el amor en un lugar donde todo lo que florece es arrancado?




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