Historias que quisimos callar

Capítulo 43: Me enamoré siendo la hija del asesino

Me llamo igual que él.
Ese fue mi primer error.
No haber cambiado el apellido a tiempo. No haberlo hecho cuando cumplí dieciocho. No haber tenido el valor de arrancarlo antes de que el amor llegara… y lo arruinara todo.

Porque cuando me enamoré, no le conté de inmediato.
Y cuando le conté, ya era demasiado tarde.

Nadie imagina lo que significa llevar un apellido que pesa más que tu cuerpo. Un apellido que cada vez que aparece en las noticias, me deja sin aire. Un apellido que provoca silencio, desconfianza, rechazo. Que me hace sentir que camino con una etiqueta en la frente: “culpable por herencia”.

Tenía diecinueve cuando lo conocí. Él tenía veintidós, estudiaba derecho, y hablaba como si siempre estuviera a punto de decir algo importante. Nos conocimos en una clase abierta sobre justicia restaurativa, y la ironía de eso no se me escapa ni hoy.

Yo no hablaba mucho. Prefería tomar apuntes, mirar por la ventana, fingir que lo que escuchaba no me tocaba directamente. Pero esa tarde, él se me acercó y me preguntó algo sobre una autora que mencioné en una respuesta.

—¿Siempre piensas así, o solo en voz alta?

Esa fue su frase.

Y yo, por primera vez en mucho tiempo, no sentí que me estaban mirando con sospecha. Me reí. Le respondí con algo torpe. Y desde entonces, no dejó de buscarme.

Tomamos café. Caminamos. Me preguntó por mis libros favoritos, por lo que me dolía, por lo que quería hacer después de titularme. Y yo, estúpidamente, creí que podía mantener mi secreto un poco más. Que podía sostener el silencio sin que se notara. Que era posible empezar una historia sin que mi pasado la ensuciara.

Pero con él era difícil mentir.
No porque me presionara. Sino porque me miraba de una forma que no estaba acostumbrada: como si me creyera buena.

Una noche, después de un beso que me tembló en la boca, me preguntó:
—¿Por qué no hablas nunca de tu familia?

Me congelé.

Quise inventar algo. Un padre ausente. Una madre lejana. Una historia más simple. Pero no pude. Estaba cansada. Cansada de mentir. Cansada de vivir a medias. Así que le dije la verdad.

—Mi papá está preso.
—¿Por qué?
—Por asesinato.

El silencio que siguió fue absoluto. Ni siquiera el viento se atrevió a hacer ruido.

—¿Lo cometió? —preguntó, después de un largo rato.

Y ahí fue cuando todo se quebró.

Porque sí, lo cometió. Está en los registros, en los titulares de hace años, en los documentales, en las entrevistas. Mi padre mató a dos personas. Y aunque fue juzgado, condenado y encerrado, yo sigo pagando su condena en cada relación que intento tener.

Él no me dijo nada más esa noche. Se fue con la excusa de que tenía que pensar. Y no lo culpo. Yo también habría necesitado espacio.

Pasaron días. Después semanas. Me escribió un mensaje largo. Me decía que me quería, que no dudaba de mí, pero que no sabía cómo separar mi historia de la suya. Que le costaba mirar mis ojos sin imaginar los de ese hombre. Que no quería ser injusto… pero que lo estaba siendo.

Y se fue.

Otra vez.
Como todos.

No me gritó. No me juzgó con palabras. Solo con distancia. Y eso dolió más.

Porque no soy mi padre.
Porque nunca he sido él.
Pero nadie quiere amar a la hija de un asesino.

Desde entonces, aprendí a decirlo antes. A avisar. A no ilusionarme.

Pero a él… aún lo recuerdo.
Porque fue el primero que me hizo pensar que tal vez merecía algo más que el silencio.
Y también fue el que me recordó que, para muchos, el amor tiene apellido.
Y el mío… es una sentencia.

¿Puedes amar a alguien si no soportas que te miren por lo que carga su apellido?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.