Historias que quisimos callar

Capítulo 44: Amores en tiempo de migración

No sé si fue su voz, su acento, o la forma en que siempre pedía permiso para todo, incluso para reír.
Pero lo vi. Lo vi antes de conocerlo. Lo noté en medio del caos, con ese uniforme prestado, atendiendo mesas como si eso también fuera una forma de sobrevivir.

Yo trabajaba en ese local desde hacía un año. Turnos rotativos, salario mínimo, y un cansancio que se me acumulaba en los pies más que en la espalda. Era un trabajo temporal… que se volvió permanente. Como casi todo en mi vida.

Él llegó una tarde de lluvia. Le temblaban las manos al firmar el contrato. Llevaba un cuaderno viejo bajo el brazo y una cicatriz en la ceja. Dijo que venía de Maracaibo. Que hacía dos meses había cruzado todo lo cruzable para llegar hasta acá.
—Buscando aire, ¿sabes? —me dijo esa vez.
Y yo no supe si hablaba del clima o de su vida.

Al principio, no hablábamos mucho. Él era tímido. Miraba el suelo al pasar entre las mesas. Aprendía rápido. Escuchaba más de lo que hablaba. Pero cuando reía, lo hacía con todo el cuerpo. Como si fuera la única forma de recordarse vivo.

Me empezó a gustar sin querer.
O quizás porque era inevitable.
Era diferente. Pero no por ser extranjero. Era diferente porque no miraba a nadie con juicio. Porque tenía una manera de escuchar que desarmaba. Porque siempre me ofrecía parte de su colación, aunque fuera solo arroz con lentejas.

Una noche, nos tocó cerrar juntos.

Yo andaba de mal humor. Me había peleado con mi madre. Él me escuchó refunfuñar mientras barría. Y cuando terminé, me ofreció el cuaderno que siempre traía.
—¿Quieres escribir algo? A veces ayuda.

Lo abrí. Estaba lleno de frases sueltas. Dibujos. Citas. Preguntas. Un poema que no rimaba pero dolía igual.
—¿Todo esto es tuyo? —le pregunté.
—No todo. Pero lo que me salva, sí.

Y ahí lo supe.
Estaba perdida.

Nos empezamos a ver fuera del trabajo. Caminábamos por la costanera. Me contaba de su país, de su madre, de cómo la dejó en un terminal con una promesa que no sabía si podría cumplir. Me hablaba de los paisajes, de la comida, de todo lo que extrañaba. Y yo… yo solo lo miraba.

Nunca me había pasado algo así.

Era amor, sí. Pero un amor que dolía desde el comienzo. Porque sabíamos que no teníamos nada seguro. Porque él aún no regularizaba sus papeles. Porque vivía con siete personas en una pieza. Porque el sistema lo empujaba a rendirse cada día. Porque en cada conversación había un “por si acaso me tengo que ir”.

Aun así, nos enamoramos.

Y era bonito.
Era real.

Él me escribió una vez en su cuaderno:
"Si algún día me botan, que sepas que una parte mía se queda en ti."

Pero no fue que lo botaran.
Fue que se cansó.

Un día llegó a trabajar con la mirada caída. Me dijo que no podía más. Que la espera, el trato, la incertidumbre, lo estaban matando. Que había comprado un pasaje de regreso. Que su madre lo necesitaba. Que allá tampoco había futuro, pero al menos estaba su gente.

Me abrazó como quien se despide de algo que nunca tuvo del todo.
Y yo no le pedí que se quedara.
Porque el amor no es un ancla.
Es un acto de libertad.

Desde entonces, me escribe de vez en cuando. A veces me manda una canción. O una foto de una arepa. O un poema de esos que no riman pero sangran.

Y yo lo extraño.
No como se extraña a alguien ausente.
Sino como se extraña un idioma que uno aprendió de memoria… y luego olvidó por miedo a recordarlo mal.

¿Puede un amor sin papeles sobrevivir en una tierra donde nadie te espera?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.