Historias que quisimos callar

Capítulo 48: El amor que nació en cuidados paliativos

Nadie llega ahí por casualidad.

Al pabellón de cuidados paliativos no se entra esperando milagros. Se entra con los papeles firmados, con las preguntas hechas, con las respuestas que uno no quiere escuchar. Se entra cuando ya no queda nada por hacer… al menos desde la medicina.

Yo llegué como voluntaria.
No por vocación.
No por esperanza.
Sino por miedo.

Miedo de seguir viviendo como si la muerte no existiera.
Miedo de seguir evitando el dolor ajeno para no tocar el propio.
Miedo de quedarme sin saber cómo sostener a alguien que se está yendo.

Me entrenaron durante dos semanas. Me enseñaron a hablar en tono bajo, a sostener la mano con firmeza, a no preguntar lo que nadie quiere decir. Me enseñaron a callar cuando el silencio era lo más compasivo. Y cuando pensé que ya estaba lista, me asignaron a la habitación 4C.

Ahí estaba él.

No recuerdo haber visto a alguien tan flaco y tan lúcido al mismo tiempo.
Tenía los ojos grandes, el cabello alborotado, una sonrisa de esas que no se hacen con la boca. Me saludó con educación, como si estuviéramos en una sala de espera y no en la antesala de su despedida.

—¿Tú eres la nueva? —me preguntó.
—Sí. Soy voluntaria.
—Entonces lo sabrás: no estamos aquí para salvar a nadie. Estamos para hacer que duela menos.
—Eso intento —respondí.
—Y yo intento que no se note que ya me cansé de luchar.

Nos reímos. No sé por qué. Tal vez porque en ese momento entendí que ese hombre no quería compasión, sino compañía.

Se llamaba Julián. Tenía treinta y dos. Un cáncer que había hecho metástasis sin pedir permiso. Vivía solo. No tenía visitas. Le gustaba la música antigua, el pan con palta, y odiaba que le cambiaran los turnos de morfina sin avisarle.

Empezamos a vernos casi todos los días.

Hablábamos de todo. De su infancia, de mis miedos, de películas que no veríamos juntos. Me pedía que le leyera libros que no alcanzaría a terminar. Me enseñaba a ver las horas como monedas: pocas, valiosas, irrecuperables.

Una vez me dijo:
—A esta altura, ya no me importa morir. Me importa que nadie se acuerde de que estuve vivo.

Y ahí me rompí.

Desde ese día, empecé a escribir sobre él. A tomar notas. A grabarlo —con su permiso— mientras contaba anécdotas. Quería que quedara algo. Algo más allá del historial clínico. Algo que dijera: aquí hubo un hombre que supo amar incluso en sus últimos días.

Porque sí. Nos enamoramos.
Sin promesas. Sin futuro. Sin condiciones.
Nos enamoramos a ritmo de sueros y oxígeno.
Con el tiempo justo para no fingir.

El primer día que me besó, tenía la boca seca y temblaba. Me dijo:
—No tengo nada que ofrecerte.
—No necesito nada —le respondí—. Solo quiero estar contigo… hasta que ya no estés.

Vivimos semanas enteras en una burbuja que no se parece a nada. Dormíamos juntos en su cama del hospital. Escuchábamos música con audífonos compartidos. Llorábamos sin culpa. Reíamos como si aún tuviéramos veinte años por delante.

Y después… vino el final.

No hubo sorpresas. No hubo milagros. Solo una tarde donde su respiración se fue haciendo más leve. Me pidió que no llorara hasta que se fuera. Me pidió que no lo olvidara por lo que fue en ese lugar… sino por lo que logramos construir en medio de la cuenta regresiva.

Murió con mi mano en la suya.
Con los ojos cerrados.
Con su voz aún en mi oído:
—Gracias por hacer que este lugar se sintiera como casa.

Hoy sigo siendo voluntaria.
No por miedo ya.
Sino por él.

Porque entendí que el amor no necesita años para ser real. Que a veces, un amor de pocas semanas puede marcarte más que uno de toda la vida.

Y que morir amado… es también una forma de vivir hasta el último segundo.

¿Te atreverías a amar a alguien sabiendo que el tiempo juntos se mide en semanas?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.