Hit me, Cupid

Capítulo 2

April

Tan pronto como Darren se fue, abrí de nuevo mi casillero. Nunca nadie notó el agujero en el fondo del casillero 420 porque eran demasiado cobardes para abrirlo; tenían miedo porque creían que el hechizo de Cupido se desharía y las parejas se romperían.

El apocalipsis.

Tanteé a través de las notas en el fondo de mi casillero. Algunas eran de agradecimiento (siempre agradables cuando mi confianza estaba baja), otras eran peticiones, un par de sobornos y una airada carta de la perra de la escuela que «por error» junté con un completo bastardo. Solo estaba haciendo mi trabajo. Ellos eran el uno para el otro, de verdad.

En otras palabras, no había nada inusual en el casillero. Todo estaba firmado y ninguna era de Darren. Pero lo vi meter algo en el casillero. Él no me habría preguntado dónde estaba si no era para dejar algo.

Me puse de pie y miré a mi alrededor. No había nadie en el pasillo, como de costumbre. Tener un casillero en el extremo más alejado era útil en ocasiones.

Abrí la puerta del 420. Nunca me molesté en bloquearlo. Aunque la gente intentase coger algo, todas las notas las pasaba a mi casillero, y el agujero era lo bastante discreto como para que no notasen nada. El casillero 420 siempre estaba vacío.

Entonces me di cuenta de que en el agujero donde las notas caían del casillero 420 al mío había atascada una rosa escarlata con un trozo de papel pegado. Alcé la ceja con extrañeza, ¿de qué servía una rosa? Los sobornos monetarios eran más prácticos. Desdoblé el papel. Era una nota. Había tres palabras escritas.

«Quiero a Cupido».

Sin nombre, sin remitente, no había manera de saber quién lo había escrito. Pero solo había una persona. Tenía que ser Darren. Era la única opción concebible, por inconcebible que fuese. Incluso la letra coincidía con lo que sabía de él.

Pero ¿cuál era el punto de la nota? ¿Por qué haría eso? Tuve que sofocar una risa, dándome cuenta de que quería estar conmigo. No tenía sentido. Y Darren McGavern no hacía nada sin una razón sólida detrás, todo el mundo lo sabía. Pero él me quería. No, no a mí, quería a Cupido. ¿Cómo sabía siquiera que era una chica? ¿Y cómo pensaba que Cupido iba a darse cuenta de que era él? Nunca le había escrito antes. No podría saberlo por la letra.

—¡April!

Mi debate interno se interrumpió. Cerré de golpe el casillero, me levanté y metí todo en la mochila. A toda prisa me giré para enfrentarme al chico que se acercaba.

—Hola, Allan.

Como siempre, él frunció el ceño ante su nombre de pila. Su ceño fruncido era casi la única razón por la que lo llamaba así, en lugar de su apodo. Su rostro se aclaró de inmediato; nada le molestaba por mucho tiempo.

—¿Por qué estás en el casillero de Cupido?

—No estaba —le repliqué con facilidad.

Quería a Allan hasta la muerte, pero él no era el cuchillo más afilado del cajón, lo que me servía en ocasiones como esta.

—Está bien. —Rodé los ojos y le di unas palmaditas en el hombro con afecto. Apartó mi mano—. ¿Te llevo a casa? —preguntó.

—Ya te he dicho... —le dije con condescendencia, pero él me interrumpió.

—Que no quieres que nunca te lleve. Lo sé. Pero no entiendo por qué.

Claro que no lo entendería. El problema era que Allan había sido popular desde preescolar.

—No va a ser nada bueno para tu reputación —le expliqué—. Y tampoco quiero ser popular solo por asociarme contigo. No quiero que ninguna de las dos suceda.

—¿Por qué no? ¿No quieres gustarle a la gente? —preguntó, confundido.

—Estoy bien con los amigos que tengo, y no quiero gustarle a la gente porque ya te gusto a ti —le informé—. Así que no voy a subir a tu coche.

—Bien. —Hizo un mohín.

Sonreí. Descubrí que era incapaz de enfadarme con Allan por mucho tiempo. Iba a alejarse, pero lo detuve; una idea repentina irrumpió en mi cabeza. Era una posibilidad remota, pero...

—Allan, ¿qué sabes sobre Darren McGavern y Cupido?

Darren

—Amigo, esto es imposible —se quejó Brock.

Asentí con la cabeza de manera cortante. Por una vez, estaba de acuerdo. La gente en los pasillos se movía más lento que una tortuga, como perezosos, caracoles o amebas. Estos idiotas no habían comprendido que no debían interponerse en mi camino si no querían ir al infierno de una patada.

—Moveos —mandé, no gritando, pero alzando la voz lo suficiente para ser oído a través del bullicio.

La gente se presionó contra las paredes mientras caminaba por el pasillo y Brock se arrastró a mi lado.

—Hey. —Lex estaba caminando hacia nosotros sin dificultad; la gente se apartaba de su camino sin que él tuviese que decir nada.

En una zona especialmente concurrida, apartó a una chica de su camino y la colocó a un lado con un educado «perdona», pero en su mayor parte lo dejaban pasar. No sabía por qué, no podía ser que lo respetasen. Tal vez era el olor. Él, al igual que Brock, venía directo de la práctica de fútbol y apestaba a sudor y barro. Aprendí desde el principio de nuestra amistad a evitar ese olor. Ninguno de los dos o el resto del equipo sería nunca capaz de entender que eso no era atractivo.




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