April
Tan pronto como acabaron las clases, corrí hacia mi casillero lo más humana y rápidamente posible que mis piernas me permitieron. Tenía que ir a trabajar en veinte minutos y me llevaba unos buenos quince llegar al café. Jack me había ofrecido un coche, y lo cierto era que tampoco necesitaba trabajar, pero odiaba depender de Jack, lo que significaba que corría al trabajo cuatro días a la semana. Pero siempre miraba el lado positivo, al menos estaba haciendo ejercicio.
Por desgracia para mis planes apresurados, los pasillos estaban llenos de estudiantes que iban en la dirección opuesta a mí (amaba la ironía) y me empujaban hacia atrás, hasta que por fin logré abrirme camino. Esa era una de las muchas veces que desearía tener una altura suficiente para ser notada. Después de una eternidad agonizante, logré llegar a mi casillero. Cogí algunos libros, esperando que fuesen los correctos, y cerré de un portazo. Con el impacto, la puerta se volvió a abrir y algunas notas cayeron al suelo.
—¡Maldita sea! —exclamé, inclinándome hacia atrás para recogerlas con rapidez.
La escritura de Darren me llamó la atención. Eché un vistazo al reloj y luego a la nota. Maldiciendo, la agarré y la metí en el bolsillo antes de apresurarme, con la mochila rebotando mientras me abría paso entre la multitud.
—¡Sé que llego tarde! —jadeé mientras patinaba hacia la parte trasera de la cafetería Perro Negro, quitándome la mochila y poniéndome el delantal del uniforme.
—Está bien —dijo Cass, mi compañero de trabajo—. El Sr. Dictador se creyó la historia del cuarto de baño. Has estado allí durante, aproximadamente, diez minutos.
—Gracias. —Le sonreí, recogiendo mi pelo en una cola de caballo—. ¿Me veo medio presentable?
Me gustaba parecer decente. Después de todo, en el fondo, era una chica presumida.
—Sí, a medias.
Hice una mueca.
—¡Eso es el doble que tú, querido! —repliqué, deslizándome detrás del mostrador.
—¡April! ¡Has llegado! —El Sr. Dictador, como lo habíamos apodado con afecto, apareció.
Bromeábamos sobre el hecho de que él era malvado y estricto, pero era el hombre más amable que conocía.
—Sí, siento llegar tarde. Me retrasé —le respondí, tomando su lugar en la caja registradora.
—Todo lo que importa es que ya estás aquí, cariño —dijo—. ¡El mostrador es tuyo, voy a revisar el almacén!
Se alejó. Compuse mi cara en su habitual mueca dolorosa disfrazada de sonrisa. La gente de aquí era excelente, pero la clientela dejaba mucho que desear. ¿No podían leer el maldito menú? Por fortuna, tenía unos minutos para estar tranquila antes de que llegasen todos los estudiantes.
La nota de Darren se arrugó en mi bolsillo. Si la sacaba, podría comprometer mi doble identidad. Cupido sería demolido, condenado al ostracismo.
Saqué la nota del bolsillo y la alisé en el mostrador. Nadie de la escuela estaría aquí por unos minutos. La nota tenía la misma letra, el mismo papel grueso, pesado y, por supuesto, caro.
«Una hermosa flor para una hermosa chica, a pesar de que la rosa se desvanece en comparación».
Puse los ojos en blanco. Eso era demasiado cliché, y conocía los clichés. Era parte del negocio. ¿De verdad esperaba que Cupido, alguien que se ocupaba del romance y por lo tanto de los clichés todos los días, se dejase vencer por unas pocas palabras poco originales? Supongo que lo había sobreestimado, y eso sería en extremo difícil. Mi suposición había sido peligrosamente baja. ¿Qué tan idiota podría ser este chico?
Comencé a garabatear mi respuesta, esta vez no tuve que agonizar por eso. Si él no intentaba hacer esto interesante, yo tampoco lo haría. Podría ignorarlo y no estar peor. Él fue quien persiguió a Cupido y no al revés. Solo respondía para complacerlo y tratar de adivinar sus motivos. No es que Cupido disfrutase de sus atenciones, no es como si yo...
Sonó la campana que anunciaba la entraba de un nuevo cliente. Volví a meter el papel en el bolsillo antes de mirar hacia arriba. Cuando lo hice, casi gimo en voz alta.
Darren McGavern entraba en el café.
¡Maldición, odio la ironía!
Darren
Dejé un billete de cincuenta en el mostrador.
—Café grande y negro —exigí, sin mirar a la persona que trabajaba.
Una mano pequeña y pálida tomó el dinero en silencio y me ofreció el cambio.
—Cinco minutos —afirmó.
No faltar al respeto aquí era la norma. Es por eso que venía. Sin embargo, esta chica debía de ser nueva. La persona que me atendía de costumbre sonaba más vieja.
Levanté la vista. Una pequeña espalda estaba frente a mí, un cuerpo delgado mezclaba con competencia la bebida. Dios, ¿qué pasa conmigo y por qué tenía que ver tanto a April Jones en el último tiempo? ¿Vivía en una puta novela romántica?
Cuando me volví para esconderme en mi rincón habitual, un destello de papel que sobresalía del bolsillo de su delantal captó mi atención. Se veía exactamente como mi papel de nota personalizado.