Dicen que uno siempre vuelve a los lugares donde fue feliz… aunque sea con la memoria.
No sé si fue el aire del campo, el sonido de los grillos al atardecer, las actividades o esa extraña magia que sólo existe cuando eres joven y no sabes que estás viviendo algo que vas a recordar toda tu vida. Lo cierto es que hay momentos que no se olvidan, personas que se nos quedan pegadas en el pecho aunque no vuelvan jamás, y días que, sin saberlo, marcan el resto de tu historia.
Siempre he sido de los que observan en silencio. De los que caminan entre grupos, hacen reír cuando toca, pero se quedan callados cuando algo pesa por dentro. No era el más estudioso, ni el más centrado. Tenía mi fama, mis cuentos, mi forma de ver la vida sin muchas promesas. Pero en el fondo, y aunque pocos lo notaran, siempre cargaba con algo más. Un poco de nostalgia, un poco de preguntas, y muchas ganas de encontrar algo que de verdad me tocara el alma.
Esto que voy a contar no sé si fue amor, suerte, o simplemente un cruce fugaz entre dos vidas que jamás debieron tocarse. Lo único que sé es que, desde entonces, hay noches en las que cierro los ojos, y vuelvo a ese campo, a esa carreta, a ese beso en la entrada de aquel viejo albergue.
Y sonrío.
Porque aunque todo duró apenas unos días, fue suficiente para vivirlo como si fuera una vida entera.
Un corto amor... pero de esos que no se olvidan.