La llegada
Hacía ya algunos años habíamos retomado lo que para nosotros era casi una religión: llegar al campamento un día antes con los profesores. Era una especie de privilegio reservado para los de último año, una tradición no escrita que nos permitía vivir el campo de otra manera, más nuestra. Ese día previo tenía algo especial: no solo marcaba el inicio de todo, sino que nos unía desde antes, en lo sencillo, en lo que no se ve.
Partíamos temprano, en un viaje cargado de bultos, sacos de comida, objetos que necesitaríamos para la recreación y las risas de quienes sabían lo que les esperaba. Éramos un grupo reducido de varones en quienes los profesores confiaban, porque sabían que cumpliríamos. Apenas llegábamos, comenzaba la faena: descargar las cosas fundamentales, repartir las colchonetas, reparar alguna litera coja, colocar bombillos donde ya no había, o asegurar las ventanas flojas que el viento del monte podía llevarse. Todo lo hacíamos entre bromas, canciones viejas y cuentos de años anteriores que ya eran parte del ritual.
Esa primera noche era única. El lugar aún estaba vacío, en silencio, sin el bullicio de los demás alumnos. Dormíamos con el cansancio en los huesos, pero con una sonrisa tonta en la cara. Los profesores también eran otros; salían de su papel rígido y disciplinado y se volvían más que figuras de autoridad. Eran cómplices, contaban anécdotas, hacían chistes y compartían con nosotros como si también estuvieran reviviendo su adolescencia. Y la verdad, doy gracias por haber sido parte de todo aquello, por haber compartido con esos seres especiales que dejaron marca más allá de lo académico.
La madrugada llegaba lenta. Algunos no dormíamos, solo hablábamos bajito, planeábamos las travesuras de la semana y nos ilusionábamos con los reencuentros que vendrían al día siguiente, cuando el resto llegara. Era el arranque no oficial de una aventura que duraría poco tiempo, pero que viviría en nosotros como si hubiese durado años.
El lugar era rústico. Puro campo. La entrada no era más que un camino de tierra apisonada, bordeado por matas y monte, de esos que se embarran con la primera lluvia y te obligan a caminar con cuidado para no enterrar los zapatos. Todo ahí era tierra y verde, sin adornos ni comodidades, pero con una vibra que solo entienden los que han vivido ese tipo de experiencias.
Se dividía en dos partes, separadas por un camino de paso que usaban los vecinos de la zona para moverse de un lado a otro, como si el campamento estuviera incrustado en medio de la vida rural. A un lado estaba el comedor: una estructura sencilla, hecha con madera y láminas de zinc. Las mesas eran largas, compartidas, de esas donde no importaba quién se sentaba al lado, porque al final todos terminaban hablando igual. Ahí desayunábamos, almorzábamos y cenábamos, pero también nos reuníamos por las noches para las actividades de recreación, que a veces eran más bulla que diversión. Justo al lado, había un pequeño albergue destinado a los profesores. Le decían, con sarcasmo y cierto cariño, el tiradero.
Del otro lado del camino estaban los tres albergues principales. Dos de ellos eran para nosotros, los estudiantes: uno para los varones y otro para las muchachas. El tercero, más pequeño, también era para los profesores. Todo de madera, improvisado, con ese aire de “esto se armó como se pudo”.
Detrás, un árbol de mango imponente dominaba el fondo del campamento. Era nuestra sombra favorita. A sus pies, unos fregaderos abandonados servían de banco durante el día. Nos sentábamos ahí a hablar, a descansar o simplemente a mirar el cielo pasar. A un costado estaban los baños y las letrinas: rústicos, de madera vieja, sin muchas condiciones, pero cumplían su función… más o menos.
Todo estaba rodeado de árboles. El aire tenía un olor particular, imposible de olvidar. Una mezcla entre colchonetas viejas y húmedas, madera añeja, tierra, árboles y una mezcla de perfumes adolescentes que se sentía más fuerte en las tardes. Ese olor era el sello del lugar. Como si cada rincón lo absorbiera y lo devolviera de nuevo, una y otra vez.
Aunque en teoría era una actividad escolar, no era realmente obligatoria. Siempre había algún que otro “niño de mamá y papá” que se la saltaba, porque sí, había que decirlo: ahí todo era precario. Las condiciones eran básicas, rústicas, incluso duras para algunos. Pero para los que sabíamos mirar más allá, aquello era lo más parecido a una aventura real. Una especie de libertad supervisada, con trabajo duro, sí, pero también con momentos que no se podían vivir ni en la escuela ni bajo el techo de mamá y papá.
Los que valorábamos lo bueno, los que entendíamos que eso era parte del paquete, jamás nos perdíamos uno de esos campamentos. Porque era eso: una experiencia que no se repetía, un lugar donde convivías con todos, sin uniformes ni etiquetas, donde lo cotidiano se mezclaba con la locura de la adolescencia. Pasábamos el tiempo entre trastadas, risas, juegos y complicidades que solo ahí se daban.
Los dormitorios, aunque divididos por género, también tenían su propio orden interno, casi como un pequeño ecosistema que seguía una jerarquía tácita. Por seguridad y disciplina, algunos profesores dormían en ellos, hombres con los varones y mujeres con las chicas, asegurando cierta vigilancia sin cortar del todo la sensación de libertad que tanto apreciábamos.
La distribución no era del todo arbitraria. Por lo general, los dormitorios se organizaban de forma escalonada: los grados más bajos —como 7mo y 8vo— al inicio, y a medida que avanzabas por el pasillo de camas, se notaba el cambio. Los mayores, como nosotros en 10mo y 11no, siempre ocupábamos los extremos, como si se nos concediera ese espacio final en reconocimiento a los años vividos y la cercanía de la despedida.
Nuestra escuela era mixta, pero no todos los grados asistían al campo. 9no y 12mo, por ejemplo, quedaban fuera de esta experiencia. Sus años escolares estaban demasiado comprometidos con exámenes decisivos y preparaciones finales. Así que los que sí asistíamos formábamos una especie de comunidad aparte, compuesta por quienes aún podían permitirse ese mes de campo, trabajo, travesuras y descubrimientos.