Las cosas en el lugar funcionaban con una cadencia semanal, casi como una coreografía rústica que ya todos conocíamos. Llegábamos los domingos por la noche, cargados de mochilas, comida que sobreviviera el viaje y ese espíritu de aventura que solo se activaba cuando sabías que ibas a estar lejos de casa. La rutina comenzaba de inmediato: el lunes ya estabas con los pies en la tierra -literalmente-, y a partir de ahí, cada día tenía su propio ritmo de trabajo y descanso.
Los miércoles eran sagrados. Ese era el día de las visitas. Las madres y padres venían con bolsas llenas de suministros: pan, galletas, refrescos, artículos de aseo y uno que otro gusto que solo te daba la familia. Era un caos alegre, entre gritos de "¡ahí viene mi mamá!" y abrazos rápidos. Esos instantes recargaban el alma.
Los sábados por la mañana nos retirábamos. Volvíamos a casa con la piel tostada por el sol, los zapatos llenos de tierra y la cabeza cargada de cuentos que no siempre se podían contar. Luego, el domingo por la noche, otra vez al punto de partida. Y así, semana tras semana, construíamos esa experiencia. Cabe recalcar que solo era un mes.
Ya en función, el día comenzaba como si estuviéramos en medio de una guerra mundial. Una bocina vieja, pero potente, escupía una mezcla de alarmas imposibles: ataque aéreo, evacuación tóxica, tsunami, terremoto... todo junto a un ritmo de discoteca, amplificado por la graciosa voz del profesor encargado de despertarnos, que más que avisar, parecía disfrutar vernos sufrir desde temprano.
Te levantabas como podías, con la colchoneta pegada al cuerpo y los ojos aún nublados por el sueño. Corrías al fregadero a cepillarte los dientes, en medio del campo, con el rocío de la mañana mojándote los pies y helándote la piel. Era incómodo, pero también tenía su encanto.
Luego el desayuno: una especie de chocolate caliente algo raro, pero reconfortante, y un pan que a veces estaba duro y otras veces sabía a gloria. Nos amontonábamos en el comedor, medio dormidos aún, hasta que se formaban las brigadas de trabajo. Casi siempre nos organizaban por grados y grupos, y nos asignaban tareas según lo que tocara ese día. A cargo iba un profesor.
Algunas brigadas se quedaban cerca del campamento, a pie, trabajando en los alrededores. Pero otras, especialmente las más grandes, aquellas donde estábamos los de mayor grado o con mayor experiencia, siempre terminábamos montados en la carreta de un tractor. A las 8:30 de la mañana, religiosamente, ya todos los que debíamos salir estábamos listos, apurados, corriendo con una energía que no parecía tan temprano.
La carreta se iba llenando rápido, uno tras otro, como si fuéramos piezas encajando en un solo cuerpo. Éramos un bulto de estudiantes con camisas anchas, pantalones doblados hasta media pierna, sombreros improvisados -algunos de guano, otros de tela, otros reciclados de actividades pasadas- y pomos de agua que colgaban como tesoros. No importaba lo pesada que fuese la labor del día, siempre había una emoción tremenda por salir. Era una mezcla rara de agotamiento anticipado y ganas de estar ahí, juntos, atravesando campos verdes, caminos de tierra, saludando a campesinos que ya eran parte del paisaje.
El tractor avanzaba lento, haciendo crujir la carreta con cada bache del camino. Pero no importaba, porque en esa media hora de trayecto ya comenzaban los cuentos, las risas, las primeras canciones, los apodos del día y las bromas entre brigadas. A veces llevábamos música desde algún teléfono con altavoz, y otras simplemente el bullicio era banda sonora suficiente. No era un paseo. Era un rito.
Recuerdo que había una costumbre que, con los años, me encargué de mantener viva casi sin proponérmelo. Cada vez que salíamos en la carreta rumbo a las labores del día, pasábamos por frente a un pequeño cementerio de los pobladores de la zona. Un sitio humilde, con cruces de madera clavadas en la tierra, lápidas desgastadas, un muro blanco despintado, sin ornamentos. Tierra, silencio y tiempo.
No sé en qué momento lo aprendí, ni quién fue el primero que lo hizo antes que yo. Pero desde hacía años, justo al pasar frente al cementerio, me quitaba el sombrero. Y con el tiempo, sin que nadie lo dijera, todos lo fueron haciendo también. Era automático. Bastaba con que yo lo hiciera para que, uno tras otro, como una cadena muda de respeto, todos repitieran el gesto.
Nunca preguntaron por qué. Nadie lo discutió. Se volvió una religión sin templo, sin credo. Algo que simplemente se hacía. Un acto breve pero cargado de algo que no sabría explicar. Tal vez respeto, tal vez superstición. Quizás un símbolo de que, aunque éramos adolescentes ruidosos y desordenados, aún sabíamos guardar silencio frente a lo que merece silencio.
Lo curioso es que con el tiempo, los nuevos también lo hacían. Aunque no me conocieran bien, aunque ni supieran por qué. Yo solo bajaba la cabeza y el sombrero, y detrás de mí lo hacían todos, como si con ese gesto estuviéramos saludando a los que ya no estaban. Y no sé, pero siempre me gustó pensar que si algún día yo no estuviera, alguien lo haría también por mí.
Al llegar a nuestro destino, casi siempre teníamos que caminar un buen tramo. La brigada se mantenía unida, con los profesores al frente, marcando el paso. Esa etapa del año solía coincidir con la temporada de mangos, y en el trayecto los íbamos recolectando con la misma emoción con la que se persigue un tesoro. Caminábamos, comíamos mangos y reíamos.
Ya en el sitio indicado, nos daban la orientación del día. Siempre había algún estudiante nuevo o distraído que no recordaba cómo se hacía el trabajo, así que los profesores se encargaban de explicar y repartir las tareas. Nos daban un plan diario, una cifra a cumplir, que más allá de una simple meta, para nosotros se convertía en un objetivo personal. Y lo sobre cumplíamos. Siempre. Mi brigada era especial. Teníamos una unión rara, fuerte, efectiva. Sabíamos organizarnos y teníamos resultados que hablaban por nosotros.