Hola, mundo.

Capítulo 3: Mi perspectiva

Siempre fui de esos que no saben pasar desapercibidos. Desde los primeros años de secundaria, ya cargaba con cierta reputación: ese tipo que, sin proponérselo del todo, terminaba robándose todas las miradas. Mi estatura de 1.87 imponía, mi cuerpo atlético y mis ojos café -esos que parecían esconder más de lo que se atrevían a decir-, junto con el cabello rizado que nunca obedecía del todo, me hacían reconocible desde lejos. Pero no era solo cuestión de apariencia: era la presencia. Caminaba con soltura, hablaba con confianza y casi siempre llevaba una sonrisa que desarmaba. Sabía quién era, y el reflejo que el mundo me devolvía solo lo confirmaba.

Tenía amigos de verdad. De esos con los que no hace falta hablar demasiado para entenderse. Éramos un escuadrón inseparable, ruidoso y ocurrente, siempre empujándonos al límite: a ver quién decía la locura más atrevida o se animaba a hablarle a la chica más esquiva del colegio. Y sí, lo admito: no me faltaban las miradas. Algunos decían que era coqueto, que disfrutaba del juego de la seducción. Tal vez. Pero en realidad, simplemente vivía, sin pedir permiso ni medir demasiado las consecuencias.

Donde había algo en juego, allí estaba yo. Ya fuese en torneos deportivos, en eventos culturales o actividades escolares, encontraba la forma de destacar. No por ansias de perfección, sino porque, de algún modo, mi presencia dejaba huella. Y en una escuela donde todo se mira, ser respetado pesa más que los halagos.

Así llegué al campamento: con nombre, con historias a cuestas, con la memoria colectiva señalándome como alguien reconocido. Pero esta vez, algo era distinto. Mis compañeros de siempre no estaban. Llegué solo, sin mi escudo, sin mi tropa. Me tocó convivir con un grupo nuevo, rodeado de rostros familiares, pero ajenos a mi historia.

Los primeros días fueron raros. La energía seguía ahí, pero era otra: más silente, más contenida. Yo, que solía andar de bromas, me descubrí observando más de lo que hablaba. El ritmo del campamento exigía pausa. Y en ese nuevo espacio, comencé a verme desde otra perspectiva.

No era el más estudioso, ni el más aplicado. Tampoco el niño rico. Era alguien que sabía hablar, que sabía conectar. Pero esta vez, mis amistades verdaderas no me acompañaban. Y eso, aunque tratara de disimularlo, me pesaba.

Porque este era el último campamento. Lo supe desde el inicio. No solo por la ausencia de los de siempre, sino porque algo en el ambiente lo gritaba. Una especie de cierre inevitable que ya se sentía en el aire.

Recordaba con claridad aquel campamento de hace dos años. Éramos una pandilla de lunáticos nobles, más corazón que sensatez. Nos levantábamos antes que todos, no por deber, sino para esconder la ropa de otros grupos y disfrutar del caos matutino. Por las noches, nos infiltrábamos en los pabellones a inventar historias de miedo, alumbrándonos con linternas desde el mentón para causar el efecto perfecto: susto y carcajadas entrelazadas. Colocábamos trampas con hilos invisibles y amarrábamos, entre risas, los tobillos distraídos a los pilares viejos de las literas.

Hubo incluso un torneo clandestino que inventamos: una absurda guerra entre el "clan de la luz" y el de la "oscuridad". Éramos una hermandad sin sangre, pero forjada en tierra, sudor y travesuras.

Compartimos secretos que aún viven en el silencio, chistes internos que no necesitan explicación, peleas que duraban lo que un enojo infantil y lealtades que todavía me abrigan el alma.

Pero ahora... no estaban.

Y aunque me integrara entre los nuevos, aunque volviera a ocupar ese rol de líder, había algo que no se podía reemplazar. A veces me quedaba callado, mientras todo bullía a mi alrededor, y la memoria me traía sus voces, sus risas, los desvaríos que compartimos. Me encontraba, en ocasiones, solo, mirando el campo abierto, sintiendo una punzada rara en el pecho. No era tristeza pura, sino una nostalgia extraña, como si me faltara algo que recién ahora comprendía esencial.

Y eso, aunque me negara a mostrarlo, dolía más de lo que podía decir.

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