Al anochecer, cuando el cielo devoraba los últimos restos de luz, emergíamos en grupo con esa energía eléctrica que solo se tiene a los diecisiete.
El comedor, antes templo del arroz desabrido y la col hervida, se transformaba en pista. Buscábamos entre sombras, miradas furtivas, algún gesto, una sonrisa que diera paso a un baile. Era un juego sin reglas, un roce de egos tímidos disfrazados de osadía. A ver quién se pegaba más, quién se atrevía primero, quién decía algo que pudiera brillar en el ruido.
Ninguno era particularmente valiente, pero juntos hacíamos bulla. Éramos camaradas en construcción, extraños abrazando la urgencia de pertenecer, de no pasar inadvertidos entre la humedad, el polvo y los días iguales.
Mis verdaderos amigos no estaban. Pero estos nuevos, improvisados, me bastaban. A veces, la necesidad basta para forjar una hermandad de trincheras.
Y claro, también hacíamos lo que no debíamos.
Fumábamos a escondidas, siempre con el alma en vilo. El humo sabía a peligro y a rebeldía. Bastaba un mal paso para que un profesor nos arrastrara al escarnio. No era solo una falta: en aquel mundo cerrado, las infracciones se pagaban con teatro público.
Pero lo nuestro era más que simple travesura: era romper la jaula.
A veces, cuando la oscuridad caía espesa y los vigilantes bostezaban más de la cuenta, armábamos el operativo: una salida clandestina.
Había que escabullirse como sombras, deslizarse por el monte húmedo, sin luces, sin voces, con el corazón bombeando como un tambor de guerra.
En la entrada del sendero nos esperaba un viejo de mirada oblicua. Vendía cigarros. Y si uno sabía pedir, también ron.
Era una transacción rápida, seca, sin palabra de más. Luego, el regreso. Con lo comprado oculto bajo la camisa o envuelto en alguna prenda sucia.
Volvíamos con la emoción ardiendo bajo la piel. No era por el tabaco ni por el alcohol: era por el vértigo de haber vencido al sistema, de haber hecho algo realmente nuestro.
Esas pequeñas locuras marcaban el mes de campo.
Nos daban la ilusión de adultez, de libertad.
Y aunque duraran solo un rato, bastaban para que la noche pareciera infinita.
Todo era un juego.
Éramos un grupo de muchachos con más energía que sentido común, desafiando la lógica como si la libertad que teníamos entre las manos fuera más vasta que el monte entero.
Nos reíamos por cualquier tontería. Lanzábamos bromas pesadas como flechas, sin importar si dolían o no.
Entre charla y charla, también nos acercábamos a las muchachas. Unos con más suerte, otros solo con la intención. Pero todos lo intentábamos.
Era lo que tocaba. Lo que se esperaba. Lo que el momento pedía.
Yo no era distinto. Me dejaba llevar. Sin pensar demasiado.
Hubo noches en las que terminé compartiendo abrazos rápidos, palabras huecas susurradas al oído, o escapadas discretas entre sombras y risas.
Nada que calara. Nada que dejara huella.
Los muchachos hacían chistes:
—¿Y esta noche con cuál te toca? —decían entre carcajadas.
Y yo reía también, como si todo fuera parte del guion.
Porque lo era. Y porque, hasta entonces, nada parecía importar.
Recuerdo especialmente una noche, luego de terminar sudado de tanto bailar. El ruido de la música aún flotaba envolviendo todo el lugar, cuando una chica se me acercó sin decir palabra y, como quien reclama algo que le pertenece, apoyó la cabeza en mi hombro.
Sonaba una canción suave, romántica.
Desde lejos, mis amigos me señalaban, reían, alzaban los pulgares como si celebraran otro "gol" en ese torneo invisible que jugábamos cada noche.
Pero yo... yo ya no estaba del todo allí.
Sentí algo raro. Una grieta. Un vacío leve pero nítido.
Lo confirmé al final de esa misma noche, cuando la chica me dejó un beso corto, casi automático, y corrió hacia su pabellón.
Me quedé quieto. Sin emoción. Sin alegría. Solo con la brisa nocturna enfriándome el cuello y el eco de unas risas que ya se desvanecían.
Y en ese silencio repentino, me di cuenta:
aunque no lo decía en voz alta, aunque me hiciera el indiferente, yo estaba esperando algo distinto.
Algo que doliera de tan bonito.
Algo que valiera la pena recordar.
Y así pasó el tiempo como un bucle, tratando de encontrar eso que todavía no sabía... ya observaba desde hacía días.
Desde lejos.
Como algo que no se toca.
No habíamos cruzado palabra.
Nada más que eso: miradas de paso, una que otra coincidencia entre la música o en la fila del comedor.
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