Hola, mundo.

Día cero

Aquel día todo estaba destinado a ser como cualquier otro: despertarnos con la bocina desafinada y la voz exageradamente animada del profesor anunciando que era hora de levantarse; lavarnos los dientes medio dormidos en los lavaderos del patio, con los pies mojados por el rocío del césped; tomarnos ese chocolate caliente con sabor a deber cumplido y mordisquear el pan mientras esperábamos la organización por brigadas. Nos tocaría recolectar frijoles o despalillar hojas de tabaco bajo el sol, con el calor pegándose a la piel y el cansancio escondiéndose detrás de las risas. Todo eso era rutina.

Pero no pasó.

Desde la madrugada ya se escuchaba la lluvia golpeando suave sobre el zinc del techo. No era un aguacero estruendoso, de esos que arrasan y se van, sino una llovizna gruesa, persistente, que parecía querer quedarse. El cielo amaneció cubierto por un gris espeso y todo el paisaje se volvió más quieto, más lento.

Nos quedamos en el albergue. Fue un descanso inesperado, un regalo en medio de la rutina. Se sentía como cuando cancelan una prueba en la escuela: nadie lo dice en voz alta, pero todos lo celebran por dentro. Algunos se volvieron a acostar, otros se agruparon a charlar, y el resto simplemente se dejó llevar por la pereza. Era temprano aún, y el sueño seguía colgado de los ojos.

Y fue justo en ese escenario, donde nada parecía que iba a pasar, que todo empezó.

No recuerdo exactamente qué día de la semana fue, pero sí recuerdo el olor a tierra mojada y la imagen clara de la primera vez que la noté.
Acabado de despertar. Estaba acostado en mi cama cuando escuché su voz a lo lejos y mis colegas riéndose. Con la ropa a medio ponerme y los zapatos sin amarrar, me levanté y fui a curiosear. Ahí estaba ella, al otro lado. Desde el albergue de la niñas se asomaba de una ventana media rota, sentada en la parte alta de una litera rústica hecha con horcones de eucalipto y la colchoneta vieja que seguro había visto generaciones de estudiantes pasar. No parecía incómoda, al contrario, se veía como en casa, contando historias, con el ruido de la lluvia y una naturalidad que desarmaba. Como si fuera la narradora oficial de aquella mañana de descanso.

La conversación, en realidad, no era conmigo. De hecho, hablé muy poco, casi nada. Pero ahí me quedé, fijo, perdido en su mirada. No era solo lo que decía, sino cómo lo decía. La forma en que se reía, cómo jugaba con las palabras, cómo hacía que todo el mundo la escuchara sin esfuerzo. Yo estaba ahí, como uno más entre tantos, pero por dentro, algo se había encendido.

Conocía muy poco de ella, no sabía cuánto tiempo iba a durar ese encuentro. Pero en ese momento, frente a esa ventana rota y esa cama improvisada, sentí que todo lo que había alrededor -el campo, el trabajo, la rutina- se volvió fondo. Ella era el centro. En ese instante, su voz se volvió el único sonido importante del día.

Se nombre es Lorena.

Y aunque aún no la conocía bien, desde ese primer instante supe que existía algo que la hacía distinta al resto.

No era la chica más alta del lugar, pero tenía la altura exacta para encajar en un abrazo como si hubiera sido diseñada para eso. Ni muy alta ni muy baja, simplemente perfecta. Su figura tenía curvas suaves, reales, con una armonía natural que hacía que todo en ella pareciera fluir sin esfuerzo. Pero lo primero que atrapaba, sin duda, era su sonrisa.

Su sonrisa... era otra cosa. No era solo única; era luminosa, honesta, de esas que aparecen sin previo aviso y te rompen el mundo. Era como si dijera "aquí estoy" sin decir una palabra. Y cuando sonreía, todo se volvía más liviano, el mundo se ponia en pausa para verla. Lo hacía con una facilidad encantadora, como si llevar alegría en el rostro fuera su estado natural.

Tenía el cabello largo, castaño con un leve brillo rojizo que se movía con el viento como si también tuviera vida propia. Sus ojos café, grandes, no miraban: observaban. Y cuando le hablabas, sentías que realmente te escuchaba, como si fueras lo más importante del momento. Eso no se encuentra todos los días.

Era divertida, genuina. No tenía que esforzarse para hacer reír. Tenía ese tipo de humor simple, fresco, que te desarma sin darte cuenta. Solía decir "hola mundo" cada vez que aparecía, o incluso al entrar a un lugar. Como si saludara a la vida misma con esa energía tan suya.

Era eso que no sabías que estabas buscando hasta que lo encontraste. Y una vez que la veías, no podías dejar de hacerlo.

En realidad, todo pasó lento, pero fugaz. Para cuando nos dimos cuenta, ya era la hora del almuerzo y había que salir. Se disolvió el grupo y, con él, la charla. Terminé de acomodarme la ropa, recogí los cubiertos y me dirigí al comedor para llenar el estómago. En el camino nos cruzamos de nuevo, pero yo seguía sin poder articular una palabra. Sabía que debía mantener distancia, porque veía todas las desventajas, todas las señales, y la gran posibilidad de verme rendido ante tanto.

Esa noche, durante la música. Ella llegó sin aviso, sin buscar el centro, pero el centro se hizo en torno a ella. Caminaba como si la gravedad la respetara un poco más que al resto. No tenía apuro ni nervio, y su presencia parecía doblar el aire a su favor. Yo me acerqué sin armarme de frases ni estrategias. No era valentía, era necesidad.

Y ahí estábamos: frente a frente por primera vez.

Hablamos. Al fin.

Y no fue una conversación frenética ni forzada. Fue un vaivén suave, como una mecedora mental que nos permitía decir lo justo y escuchar lo importante. Empezamos por lo que se empieza cuando no se quiere parecer intenso: música. Cantantes, letras, esas canciones que se vuelven refugio cuando la vida aprieta. Coincidimos en varias. Nos reímos cuando descubrimos que ambos guardábamos ciertos temas en playlists secretas, como quien esconde dulces en una gaveta.

Ella era impredecible. Mezclaba una reflexión profunda sobre la vida con una tontería dicha en tono serio, como si no entendiera por qué todo el mundo se reía. A cada rato soltaba alguna ocurrencia sin filtro, y yo no sabía si era muy lista o muy libre. Tal vez las dos cosas. Tenía ese talento para no tomarse tan en serio, pero decir cosas que te quedaban flotando.




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