Homicidio en Los Santos.

Una ciudad diferente

Si Teresa Torres hubiera sabido que terminaría con el trabajo de química a esas horas de la noche seguramente habría decidido ordenar algo para comer; un poco de pizza a de la tienda de la avenida quizás, o inclusive un burrito hubiera sido suficiente, pero la tarea había sido demasiado larga y exageradamente confusa como para distraerse en minucias; eso pensó ella en un principio, pero ahora realmente se encontraba hambrienta. Andando de regreso hacia su casa sus zapatos de tacón bajo hacían ese tack-tack contra la fría y dura acera que tanto le servía para distraerse. Al mirar su pequeño y elegante reloj de muñeca una ligera maldición salió de sus delgados labios pintados de añil.
Era ya muy entrada la noche y en los suburbios la gente que aprovechaba para tomar un respiro en cualquier tienda antes de ir camino a casa se aglomeraban en las esquinas esperando así que el semáforo les diera el verde. Teresa agradeció que el cielo estuviera despejado, como odiaba que lloviera cuando caminaba de regreso a casa; siempre que lo hacía terminaba enferma y su madre siempre tenía que arreglárselas para que se recuperara milagrosamente al día siguiente. Al tomar un atajo por una cancha deportiva Teresa intercambió breves, pero alegres saludos con algunos de sus amigos y conocidos, los cuales la invitaron a pasar el rato con ellos. Si no hubiese sido porque estaba hambrienta y su madre cumplía con el turno de la noche en la tienda de estética en la que trabajaba ella les habría tomado la palabra a sus amigos y se hubiera quedado con ellos hasta el amanecer cómo lo había hecho la mayor parte del tiempo. Ella siguió con su camino y salió de la cancha directo a un estrecho callejón que siempre utilizaba como atajo porque terminaba dejándola justo en la calle que daba directamente a su casa.
Teresa encendió un cigarrillo y le dio dos caladas fuertes; hacía buen clima, pero de igual manera le incomodaba el frio así que mientras estaba en aquella calleja a escondidas de cualquier transeúnte que pudiera delatarla con su madre ella disfrutó tranquilamente de su cigarrillo, ya tendría tiempo en su casa como para preocuparse de disimular el olor de aquella cosa. Mientras andaba rápidamente por el oscuro callejón, aquella chica divisó en la otra esquina un gran bulto negro que se acercaba lenta y tambaleantemente hacia ella. Después de un breve estremecimiento de miedo Teresa se enfocó y dispersó las telarañas de incertidumbre que amenazaron con entrar en su cabeza. Deslizó lenta y sutilmente su mano derecha hacia la parte posterior de su cintura y sintió una grata satisfacción cuando las puntas de sus dedos palparon el bulto duro que escondía detrás. Tomó aquella cosa disimulando en todo momento, mientras veía con suma atención como se acercaba la figura de un hombre envuelto en la penumbra de aquel oscuro callejón. Paso a paso ella no mostró indecisión, era una chica ruda y nada la intimidaba, ni siquiera un brabucón ebrio.
Al estar a pocos metros de distancia de aquella persona el corazón latía ya casi en sus oídos. Ella sacó la navaja que tenía en uno de los bolsillos traseros de sus jeans y la sostuvo en su espalda de la forma más natural posible y se preparó por si a ese hombre le apetecía olvidar sus modales.
—¿Viejo Joey? —preguntó la joven al mirar al anciano frente a ella—. ¿Qué haces por aquí a estas horas?
—¡Ho! Eres tu teresa. —advirtió el anciano mientras se acomodaba las gafas y miraba atentamente al rostro de la adolescente—. No esperaba verte por aquí.
—¿Y a quien si esperabas?
—No lo sé muy bien, solo iba hacia mi casa y me pareció ver a alguien entrar por aquí. Es muy molesto que los locos que andan de juerga vengan y usen este callejón como si fuera su baño público, así que solo venía a revisar.
—¡Ho! Así que eso era... Si esa es la única razón que te mantiene despierto a estas horas no te preocupes, yo no vi entrar a nadie por aquí antes de nosotros ¡así que todo está en orden!
—Ummm... podría jurar que vi a alguien entrar, pero seguramente ya estoy muy viejo. De todas formas ¿Qué haces en este callejón a estas horas Teresa? Una jovencita como tú no debería tomar tan descuidadamente este tipo de atajos a estas horas de la noche.
—Quédate tranquilo viejo Joey, nada va a pasarme —ella mantuvo la seguridad en sus palabras porque aún se encontraba aferrada a su navaja—. De cualquier manera, tengo que llegar a casa. A mi madre le tocó el turno de la noche en el trabajo.
—Muy bien, salúdamela quieres.
—Con gusto.
—Adiós preciosa.
—Cuídate viejo Joey, y salúdame a tu esposa. —cuando el anciano retomó su recorrido Teresa esperó a que él saliera del callejón para agacharse y así poder buscar donde había caído su cigarrillo—. ¡aquí estás! —dijo al volver a darle otra gustosa calada. Ella miró en la dirección por la que se había ido el viejo y sonrió—. ¿Qué se habrá creído ese viejo? Yo no necesito cuidarme de nadie. —ella hendió el aire con su navaja y satisfecha la observó—. Deberían más bien cuidarse de mí.
Teresa continuó con su marcha con su indómito paso altivo, muy pagada de sí misma. Era ruda y fuerte. Al salir del callejón miró hacia ambos lados de la acera y de no ser por un puñado de chicos a lo lejos la calle estaría desierta. Ella se dispuso a dar un paso hacia adelante y así continuar con su camino a casa, pero antes de completar aquella tarea solo pudo sentir cuando sujetaron con fuerza su cabeza desde atrás y en un momento muy rápido, tan rápido como para que sus ojos no se atrevieran a detectarlo una cuchilla le cercenó la garganta de extremo a extremo. La sorpresa mezclada con el horror de lo que sucedía la dejaron en blanco, nada podía hacer en aquellos escasos segundos de vida que aún le quedaban en su cuerpo. La joven Teresa trató de gritar, pero por su garganta mutilada solamente brotaron los grotescos sonidos de la sangre siendo vertida sobre su pecho y también sobre la acera, y el siniestro balbuceo inentendible que salía de sus cada vez más espasmódicos y rígidos labios. El sonido de la muerte. El cuerpo de la pobre chica se desplomó pesadamente sobre un charco hecho de su propia sangre, justo a los pies de una figura alta y desgravada que se encontraba en la sombra de aquel callejón.
Aquella persona vestida de negro de los pies a la cabeza sacó a la luz de la calle su enmascarada cabeza y con un siniestro y estoico movimiento miró hacia la derecha y luego a la izquierda; se tomó un par de segundos para observar a aquellos chicos calle arriba, los cuales disfrutaban de la noche sin reparar en los espasmos finales del cuerpo de Teresa. El asesino miró al cielo y suspiró dejando escapar a través del cuero de su oscura mascara un sonido grave y rasposo, tan siniestro como el respirar de la muerte misma. Él, sin llegar a salir en ningún momento de las sombras que lo acobijaban en aquel callejón agarró con su mano enguantada el cabello de Teresa, y así arrastró el cuerpo sin vida de la chica lenta, y de forma inclemente hacia la oscuridad, la cual era su dominio. Allí se encargaría de terminar con su trabajo.




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