Mi mamá tenía un jardín muy bonito, lleno de flores coloridas. Mi papá arreglaba la cerca para ella; esa vieja cerca siempre se caía. Era de madera, muy bonita a la vista, pero bastante inútil a la hora de colocarla.
Muchos animales se habían comido varias flores, verduras y algunos insectos devoraron los frescos tomates del jardín.
Cada sección del jardín estaba dividida como un mundo distinto:
Las verduras frescas y jugosas, algunas masticadas, pero siempre dando frutos y alimento.
Las frutas dulces y amargas, ideales para hacer jalea o una rica ensalada. ¡Qué hambre solo de pensarlo!
Las flores eran como un mundo lleno de colores, con olores tan vivos y un cuidado tan delicado. Pero había una que siempre llamó mi atención:
Los girasoles. A mi madre siempre le encantaban; eran sus flores favoritas. Mi padre le regaló uno en su primera cita, e incluso su vestido de novia tenía pequeños bordados de girasoles.
La foto aún se conserva orgullosamente en la cocina, donde ella hacía magia con sus recetas. Yo siempre le ayudaba. Me acuerdo de una vez en la que papá y yo ayudamos a mamá, y al final los tres hicimos un postre bastante dulce. Comimos como reyes.
Eso era el pasado. Desearía volver a ese tiempo. ¿Por qué no puedo volver a ese pasado?
¿Por qué no puedo volver a tener tan solo 10 años, o incluso 8, 9 o 6?
¿Por qué no puedo volver a abrazar a mi madre?
¿Por qué ya no puedo ver sonreír a mi padre?
¿Dónde está el bello jardín que siempre estaba al frente de la casa?
¿Por qué ahora hay insultos en mi mesa?
¿Es normal que todos se burlen de mí?
Dime, ¿he hecho algo mal? ¿He sido mal hijo? ¿He sido mal amigo? ¿He sido una mala persona?
No quiero estar solo. No quiero sentirme solo. Quiero volver a ese tiempo en el que sonreía, en el que jugaba con mi mamá mientras cuidábamos el jardín. Es cierto, no todo eran momentos bonitos, pero tampoco había momentos malos.
Ahora solo puedo hundirme en mi cama y llorar entre las sábanas. Lloré hasta quedarme dormido, cansado, exhausto. Esperando que al día siguiente todo sea solo un sueño o una mala pesadilla.
Esperando que, al menos, mi madre esté a mi lado y me abrace.
Esperando que, al menos, mi padre me felicite y me diga que lo he hecho bien.
La única esperanza que tengo de esa vieja casa, de esos viejos recuerdos, es apenas un girasol que sembré con una vieja semilla que encontré en mis maletas.
No había tanto sol, pero lo cuidaba como si fuera mi única esperanza.
Era mi única esperanza.
Me daba tanto pesar arrancarlo, pero era su hora.
Lo envolví en papel y lo até con una bella cinta roja. Tan hermoso, tan dulce... Mi única esperanza de vida.
Le rogué a mi padre, entre lágrimas, que me llevara al hospital. Quería ver a mi madre, quería verla una vez más, quería abrazarla al menos una vez.
No tuvo otra opción que resignarse ante mis lloriqueos. Sonreí, feliz. Me arreglé. Mamá siempre decía que la ropa era la primera impresión, y yo quería verme elegante, pero también con colores vivos.
Caminamos por la ciudad. Fue incómodo, aún no me acostumbraba al entorno. Había más gente de la que conocía, y todo se sentía más pequeño que mi antigua casa.
Ya no podía caminar tranquilo por las calles, ni siquiera reír, porque muchos me miraban mal y me juzgaban.
Cuando llegamos al hospital, todo seguía siendo desconocido. Tanta gente vestida de blanco corriendo de un lado a otro. Los pasillos estaban limpios, las paredes blancas, como una habitación sin color, a excepción de una gran cruz roja.
Papá habló con una chica vestida de blanco. No sabía si su título era "enfermera" o algo así. Aún me resultaba todo extraño.
Era inútil... Tengo ya 14 años y sigo sin conocer bien las profesiones. ¿En serio soy un imbécil?
Mi peor miedo había llegado. La puerta blanca con el número 333. Quería retroceder, quería huir. Pero debía enfrentarlo.
Con mi girasol en mano, entré con mi padre. Trataba de no mirar, cubría mis ojos. No me gustaba lo que veía.
El sonido de una simple máquina resonaba en un vasto silencio. La respiración pesada. La habitación blanca.
A mi madre no le gustaría esta habitación. No tiene vida ni color.
En la cama descansaba una hermosa mujer de cabellos rubios, tez pálida, conectada a miles de cables. Su respiración era lenta. Un nudo se formó en mi garganta. Me acerqué a ella.
—Hola, mamá. Ya estoy en casa. Te traje tu flor favorita: un girasol. Lo sembré yo mismo con semillas que encontré.
Tal vez, en el futuro, hagamos otro jardín, mucho más bello y grande.
Hablaba con alegría, aunque ella no respondiera y no supiera si me escuchaba. Solo coloqué el girasol en la pequeña maceta a su lado.
Papá le dio un leve beso en la frente y salió de la habitación.
No sé si me escucha.
No sé si abrirá los ojos.
Pero está aquí. Eso quiero creer.
Al volver a casa, papá pidió pizza, mi comida favorita. Comimos en total silencio, no un silencio agradable, sino uno pesado, como si una flecha hubiera atravesado a la familia.
Me cambié y simplemente fui a dormir. Mi almohada aún estaba un poco húmeda por las lágrimas. Volví a dormir con los ojos hinchados y aguados.
Ojalá hubiera sido un mejor día… pero la vida avanza. Ahora tengo grandes girasoles en mis manos, que no he cultivado, sino que fueron comprados en la tienda de la esquina.
Ahora no siento nada. Solo veo cómo entierran a mi madre bajo tierra, seis metros o quizás dos, no sé. No sé cómo sentirme, solo siento un vacío.
Estoy cansado de tanto llorar. Estoy cansado de tanto destruirme. He dejado de comer y solo me he enfocado en los estudios. Terminé de nuevo en el hospital. Ahora papá me obliga a comer, me vigila, ya sea con una cámara o con su presencia. Si no como, me obliga. He sufrido de insomnio y me he desmoronado.