Hace mucho tiempo, en una época oscura para la humanidad, Dios envió a su hijo Jesús. Él hablaba de amor y compasión, pero los líderes religiosos lo veían como una amenaza, ya que no creían en su divinidad. Mientras Jesús y sus seguidores eran perseguidos, un episodio crucial ocurrió en Magdala, un pequeño pueblo bañado por la brisa del mar de Galilea. Allí, entre calles de piedra y casas de adobe, liberó a María Magdalena, una mujer poseída por demonios. Desde ese instante, ella se convirtió en una figura clave, con un espíritu tan firme como el de los profetas antiguos.
A pesar de encontrar el amor verdadero, uno de sus discípulos, Judas Iscariote, lo traicionó en la penumbra de un huerto iluminado por la luna. La crucifixión de Jesús, bajo un cielo ennegrecido y entre truenos, fue un momento desgarrador. Pero al tercer día, las rocas temblaron, y la luz emergió del sepulcro: Jesús había resucitado, trayendo consigo la redención. María Magdalena y los apóstoles, aún entre el miedo y la confusión, fueron pilares en el nacimiento del cristianismo. Aun así, el camino fue tortuoso; los líderes religiosos, cegados por el poder, continuaron asesinando cristianos para silenciar la fe que ardía como fuego oculto en catacumbas.
En medio de tanta adversidad, la esperanza de Jesús residía en su hija, la princesa del cielo.
Pese a su tristeza al ver a la humanidad elegir el camino del infierno, Jesús comenzó a perder el deseo de redención. Su hija, Sara Kosmos Gi Magdalena, era una figura celestial. Aunque tenía 2000 años, su apariencia era la de una joven de veinte. Su vestido blanco con líneas doradas fluía como luz líquida; sus ojos celestes brillaban como el cielo al amanecer, y su cabello blanco, tan suave como la lana, caía en ondas sobre sus hombros. Un collar adornaba su cuello: dos alitas de plata unidas en el centro, símbolo de esperanza y pureza.
La resurrección de Jesús ya había pasado hace milenios ya que en la tierra era 2025 la gente estaba con tecnología, teles , celulares, Ia, Tablet, Etc.
Desde lo alto del cielo, Sara observaba con desconsuelo cómo los cristianos caían en las sombras, perseguidos en callejones y plazas. El dolor era profundo, pero su deseo de redimir a la humanidad era más fuerte.
—Tranquilo, papá. Estoy segura de que estarás orgulloso —se decía a sí misma, buscando consuelo en medio del silencio celestial.
En ese instante, el arcángel Miguel se acercó a ella. El aire a su alrededor se volvió cálido y dorado, como si el amanecer hubiese descendido con él.
—Sara —dijo con suavidad, su voz como eco entre campanas lejanas.
—Ay, estabas escuchando todo —respondió ella, sonrojada.
—Solo estaba en la puerta —contestó Miguel, esbozando una sonrisa.
—Recordar la historia de mi familia me calma ante tanta muerte de cristianos —reflexionó Sara, con la voz temblorosa.
—¿Estás segura de que quieres bajar para redimir a la humanidad? —preguntó Miguel, con una preocupación sincera en los ojos.
—Sí, estoy lista —respondió Sara con determinación.
Con la autorización de Dios, Miguel alzó su espada celestial y rasgó el aire, abriendo un portal de luz resplandeciente. Al otro lado, Jerusalén emergía, brillante bajo el sol del mediodía. Era una ciudad viva, de callejones angostos, aromas especiados, y voces que se mezclaban en el bullicio del mercado.
Sara se despidió con una mirada firme, atravesó el portal sin ser notada, y se encontró en un mundo vibrante. La ciudad la recibió con el canto de los pájaros, el aroma del pan recién horneado y el sonido de vendedores que ofrecían desde telas teñidas hasta higos dulces. A su alrededor, la vida latía entre muros de piedra caliza y árboles que danzaban al ritmo del viento.
Mientras caminaba, vio a un chico sentado bajo la sombra de una palmera, bebiendo jugo de naranja en una jarra de barro.
—Hola, ¿cómo te llamas? —preguntó Sara con amabilidad, acercándose.
El joven, sorprendido por su belleza, escupió un poco de su jugo sin querer.
—Me llamo Samuel. ¿Y tú? —respondió, sonrojado y algo torpe.
—Soy Sara Kosmos Gi Magdalena, hija de Jesús —dijo ella con una sonrisa cálida que iluminaba su rostro.
—Vaya, qué nombre tan bonito. ¿De dónde eres? —preguntó Samuel, frunciendo el ceño con curiosidad.
—Vengo del cielo. Soy hija de Jesús, hijo de Dios, y he venido a redimir esta ciudad de Jerusalén —explicó con voz segura.
Samuel, alarmado, le puso la mano en la boca al ver acercarse a dos guardias con túnicas oscuras y lanzas de bronce. Sus pasos resonaban como advertencias entre los adoquines.
—¡Shh! No hables de eso aquí —susurró Samuel, mirando a su alrededor con nerviosismo.
—¿Dónde vives? —preguntó, con voz baja y rápida.
Sara señaló una casa cercana de tres pisos, pintada en verde musgo y marrón arcilla, con seis ventanas decoradas con flores en pequeñas macetas.
—Esa es mi casa —dijo con serenidad.
Samuel la tomó del brazo y la guió con rapidez entre callejuelas menos transitadas hasta llegar a la puerta.
—Nunca digas el nombre de Jesús en público. Es peligroso. Si lo mencionas, te arrestan o peor —advirtió Samuel, ya más tranquilo pero aún tenso.
—Lo sé, pero quiero ayudar a esta gente —respondió Sara, con una chispa firme en sus ojos.
—Tienes que tener cuidado. El sumo sacerdote Kelvin, descendiente de Caifás, odia a los cristianos. Los caza como si fueran criminales —comentó Samuel con tristeza.
—Entiendo. ¿Acaso eres cristiano? —preguntó Sara, inclinando la cabeza.
—Sí… por eso tengo que esconderme —dijo Samuel, bajando la voz.
—No te preocupes, Samuel. Voy a cambiar esto —aseguró ella, con una mirada llena de convicción. —Ya es tarde, así que vamos a descansar.
Sara se retiró a su habitación. Al cerrar los ojos, una suave brisa entró por la ventana, agitando las cortinas de lino. Se sentía lista. Su misión apenas comenzaba, y en su pecho ardía la llama del amor eterno por su padre: Jesús Kosmos Gi Lámpsis, el verdadero Hijo de Dios.
Editado: 20.06.2025