El viento del océano rugía como si también estuviera en guerra consigo mismo. Las olas golpeaban con furia los acantilados, estrellándose una y otra vez contra la roca, como si intentaran quebrarla por pura insistencia. El cielo, teñido de un gris plomo inmóvil, cubría la costa como una lápida suspendida.
Zane caminaba solo. Los cordones de sus zapatillas colgaban desatados, arrastrándose sobre la arena húmeda. Las manos enterradas en los bolsillos de su buzo, la mirada baja, clavada en la tierra como si allí pudiera encontrar respuestas. Pateaba piedras. Una tras otra. No por aburrimiento. Por frustración. Por rabia. Por miedo. Sus pensamientos eran un torbellino oscuro que le apretaba el pecho.
ZANE (pensamientos):
—¿Quién carajo soy…? ¿Por qué me pasa todo esto…? ¿Y si me convierto en algo que no quiero ser…?
Entonces, lo sintió. No lo escuchó. Lo sintió. Una presencia. Firme. Silenciosa. Inconfundible.
GABRIEL (voz grave):
—Zane.
No se giró. Ni siquiera pestañeó.
GABRIEL (voz más firme):
—No podés seguir huyendo de lo que sos.
Gabriel. El arcángel. El mentor. El recuerdo de un pasado que Zane no quería tener.
ZANE (gruñendo, con rabia contenida):
—¿Y qué se supone que soy, eh? ¿Un experimento celestial? ¿Una bomba con patas?
Gabriel se mantuvo donde estaba, de pie entre las piedras, su silueta recortada contra el cielo encapotado.
GABRIEL (calmo pero con tono inquebrantable):
—No. Sos un punto de equilibrio. Un alma forjada por el amor… y el caos. Y el destino no va a esperar a que estés listo.
Zane se giró bruscamente, los puños cerrados. Por un instante, fugaz pero irrefutable, sus ojos brillaron en dorado. Él no lo notó. Pero Gabriel sí.
ZANE (gritando):
—¡DEJÁME EN PAZ! ¡No quiero esto! ¡No quiero ser parte de esta “guerra”! ¡No quiero ser un ángel! ¡Ni un demonio! ¡Solo quiero ser… yo!
Gabriel bajó los ojos. Hubiese querido evitar esto. Pero ya no podía hablarle como un tío. Tenía que entrenarlo como un soldado. Como un Híbrido.
GABRIEL (con pesar):
—Entonces… voy a mostrarte lo que realmente sos.
Levantó una mano al cielo. El viento se detuvo. Las nubes se abrieron con violencia, como cortadas por una espada invisible. Un círculo de runas doradas apareció en el aire, suspendido a metros sobre la cabeza de Zane. El mar se congeló por un segundo, como si el tiempo se hubiera paralizado.
ZANE (gritando mientras retrocede):
—¿Qué hacés? ¡Basta!
GABRIEL (ojos brillando):
—Si no lo aceptás por las buenas… lo vas a vivir en carne propia.
La arena comenzó a temblar. De entre las dunas surgieron figuras negras, deformes, musculosas. Tenían espinas por la espalda, garras de hueso, y ojos brillantes como carbones encendidos. Los Karzeths. Monstruos nacidos del odio puro. Cazadores de soldados celestiales. Creaciones prohibidas. Zane retrocedió otro paso. Su corazón latía como un tambor de guerra.
ZANE (observando a los bichos):
—¿Esto es una joda…?
Uno de los Karzeths saltó sobre él. Zane lo esquivó con un reflejo inhumano, girando sobre sí mismo con una agilidad que no recordaba tener. Otro le lanzó un zarpazo con garras óseas; Zane lo bloqueó con el antebrazo y lo lanzó contra un tronco con una fuerza imposible. Los movimientos salían solos. Instintivos. Como si su cuerpo supiera lo que su mente no quería aceptar. Pero su rostro decía otra cosa: miedo. Negación. Dolor.
ZANE (gritando, con ojos húmedos):
—¡NO QUIERO ESTO!
Tres Karzeths lo derribaron de golpe. Cayó de espaldas, jadeando. Las criaturas lo golpeaban, le rasgaban la ropa, lo rodeaban como hienas en círculo. Y entonces, no gritó por dolor. Gritó por rabia. Por la furia de sentirse roto.
ZANE (voz doble):
—¡¡¡BASTAAAAAAAAA!!!
Una onda explosiva de energía estalló desde su pecho. Un lado dorado. El otro, rojo encendido. Los Karzeths se desintegraron en humo al instante. El mar retrocedió decenas de metros. Las nubes se disiparon. El aire tembló. Zane cayó de rodillas, la respiración entrecortada. Sus ojos brillaban en dos tonos. Su aura chispeaba, crepitando entre la luz celestial… y la sombra demoníaca. Gabriel lo observó con la boca entreabierta. Sus palabras salieron en un susurro apenas audible.
GABRIEL (atónito):
—El poder… es más fuerte de lo que imaginaba.
Zane lo miró desde el suelo. Y esa mirada no era la de un guerrero. Era la de un chico. Con miedo. Con odio. Con dudas.
ZANE (jadeando):
—¿Qué me estás haciendo…?
Gabriel cerró los ojos por un instante. Y cuando los abrió, lo hizo con la firmeza de un general.
GABRIEL (voz firme):
—Lo que hace falta… para que sobrevivas a lo que viene.
Zane aún jadeaba, arrodillado sobre la arena destruida. La energía que había estallado desde su pecho se disipaba lentamente en el aire, como si el mundo entero contuviera la respiración. Su ropa estaba desgarrada. Su cuerpo, intacto… pero su mente, al borde del colapso. Se levantó de golpe. La arena tembló bajo sus pies. Sus ojos todavía brillaban. Giró hacia Gabriel, con la furia de quien no quiere entender porque entenderlo sería aceptar que todo cambió.
ZANE (escupiendo):
—¿"Lo que viene"? ¿Qué mierda es lo que viene?
Gabriel abrió la boca, pero no alcanzó a hablar. Zane se le acercó un paso más, a pocos centímetros.
ZANE (sin esperar respuestas):
—¿¡Eh!? ¡¿Qué mierda son esos bichos que me tiraste encima!? ¡¿Qué carajo eran, Gabriel!? ¡No sé cómo los vencí! ¡No sé qué hice! ¡Y no quiero averiguarlo!
Gabriel alzó una mano, intentando calmarlo. Pero Zane se la apartó con un manotazo invisible de rabia.