Hybrid - Fase I

Capítulo VII - Paz Prestada, Sangre Prometida

Era una madrugada fría en la ciudad. En la casa de los Monroe, una persona no ha podido dormir en días…

Sienna se incorporó de golpe en la cama, jadeando, su camisón empapado en sudor. Las imágenes eran tan vívidas que aún le dolían los ojos: la sonrisa de Legión, los gritos de Zane, la sangre tiñendo el asfalto. Aún sentía el calor del fuego, la desesperación de ver a su novio siendo arrastrado por el suelo como si fuera un muñeco roto.

SIENNA (susurra entre lágrimas, llevándose las manos al rostro):
—Zane…

Bajó las piernas de la cama y caminó temblorosa por el pasillo, cruzando el cuarto hacia el baño. Apenas se vio en el espejo, casi no se reconoció. Tenía ojeras, la piel pálida y los labios resecos.

De fondo, escuchó pasos. Su madre, Victoria Monroe, apareció en la puerta, con una bata de seda y rostro preocupado.

VICTORIA (negando con la cabeza):
—Otra pesadilla… ¿verdad?

Sienna solo asintió. Victoria se acercó, abrazándola con suavidad, peinándole el cabello con los dedos. A lo lejos, se oyó otra puerta abrirse: Alexander, su padre, aún con traje de dormir, apareció con el control remoto en la mano.

ALEXANDER (murmuró, bajando el volumen del televisor de la sala):
—Pusieron otra vez las imágenes en CNN… Es inhumano lo que le hicieron a ese chico…

SIENNA (con los ojos vidriosos):
—No es un chico cualquiera, papá. Es Zane.

Alexander la miró con una mezcla de compasión y miedo. No odiaba a Zane, pero temía lo que su cercanía traía: destrucción, muerte, guerras.

ALEXANDER (con voz grave):
—Hija, lo que le pasó a él es horrible, sí… pero ¿y si la próxima vez sos vos la que termina así? Estás enamorada, lo entiendo, pero a veces el amor no alcanza para protegerte.

Victoria asintió suavemente, sin soltar la mano de su hija.

VICTORIA (acariciándole el hombro):
—Queremos lo mejor para vos, mi amor. Y Zane… él no vive en el mismo mundo que nosotros.

Sienna los miró, al borde de gritar, pero se contuvo. Su voz tembló cuando respondió:

SIENNA (agarrando firmemente la mano de Victoria):
—Zane es mi mundo. No voy a abandonarlo, aunque el universo entero esté en su contra.

Ethan yacía en su cama boca arriba, con la mirada fija en el techo. No había dormido en dos días. En la televisión de su cuarto, las imágenes de la batalla contra Legión se repetían en cámara lenta.

Zane aplastado. Zane gritando. Zane sangrando.

Golpeó la almohada con frustración y se sentó al borde de la cama. Su madre, desde el pasillo, lo observó en silencio. Había escuchado sus llantos, sus suspiros rotos. Sabía que su hijo no lloraba por sí mismo, sino por su mejor amigo.

ETHAN (llorando):
—Te prometí que iba a estar ahí… y ni siquiera pude ayudar.

Pero Zane no volvió solo para ser un adolescente más caminando por los pasillos de Brighton High. No. Había regresado con un propósito. Con una nueva conciencia. Con una decisión tomada.

Ese mismo día, al mediodía, bajo un sol implacable… En la Franja de Gaza, el mundo temblaba.

Las sirenas aullaban en medio del polvo y la desesperación. Las madres gritaban. Los niños corrían buscando refugio entre ruinas. En una colina cercana, soldados nerviosos ajustaban sus visores. Un tanque giró su cañón con lentitud mortal, fijando su blanco sobre una zona densamente poblada.

Y entonces… el misil fue disparado.

Una estela de fuego cortó el cielo. El rugido metálico de la guerra resonaba cuando, en una fracción de segundo, una figura descendió del cielo como un meteorito de justicia.

Zane.

Su silueta impactó el suelo sin dañar nada. Su aura palpitaba entre tonos dorados y rojo carmesí, como si el cielo y el infierno lo escoltaran en sincronía. Su rostro no mostraba furia… ni compasión. Solo determinación absoluta.

Con un simple gesto de su mano derecha, el misil se detuvo a escasos centímetros del suelo. El aire se congeló. Los relojes parecieron dejar de andar. Zane cerró los dedos… y el misil se pulverizó en mil partículas de luz.

Las tropas, atónitas, bajaron sus armas por puro reflejo.

Zane no gritó. No advirtió. No pidió.

Caminó, lento y sereno, entre ambos frentes. Cada arma que lo apuntaba… se desarmaba sola. Cada proyectil, cada dron, cada mecanismo bélico… caía inerte, como si reconociera a su nuevo dueño.

Los hombres temblaban. Algunos caían de rodillas. Otros simplemente dejaban de entender el mundo.

Zane los miró a todos. No con odio. Sino con la mirada de quien ha visto lo que hay más allá… y no tiene tiempo para discusiones humanas.

Y, sin una sola palabra, desapareció en una estela de luz vertical, dejando atrás solo silencio… y la esperanza de que, por un momento, alguien… había detenido el infierno.

En las montañas áridas de Afganistán, dos bandos enemigos se miraban a través de miras telescópicas.

El polvo flotaba en el aire, espeso como la tensión. Los tanques ya tenían sus blancos fijados. Los dedos temblaban en los gatillos. Un suspiro más… y el mundo ardería.

Y entonces… algo cambió.

Una ráfaga de viento cálido barrió el campo. Las nubes se partieron en dos, dejando caer una luz tan pura como insoportable.

Zane.

Apareció flotando en el centro exacto del conflicto. Suspendido en el aire, con su cuerpo envuelto en un resplandor rojo y blanco que no era de este mundo.

Los tanques… se apagaron.

Como si su voluntad fuera superior a la mecánica, los sistemas dejaron de funcionar. Los cañones se bajaron. Las mirillas se nublaron. Los motores murieron en silencio.

Los soldados de ambos lados, armados hasta los dientes, se quedaron paralizados. No por miedo… Sino por algo mucho más profundo.

Respeto.

Uno a uno, empezaron a caer de rodillas. Nadie les dio la orden. Ningún general habló. Solo sabían, sin palabras, que ese ser que flotaba entre ellos no debía ser desafiado.




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