Las puertas del Gran Hall Infernal se abrieron como si el mismísimo abismo respirara. Un rugido grave, cavernoso, se expandió por las paredes de obsidiana. Las llamas eternas se elevaron como en un aplauso furioso. Y a través de la pasarela central, Baphomet avanzó.
No caminaba. Pisoteaba. A cada paso, el suelo crujía bajo sus pezuñas negras. Su forma demoníaca —colosal, cubierta de pelaje oscuro, runas rojas grabadas en su piel y cuernos que rozaban el techo abovedado— dominaba el espacio como una tormenta viva.
Bufaba. Rugía. Se golpeaba el pecho con los puños como un dios primitivo.
Y en su mano derecha, sostenía un pequeño orbe de cristal sangriento. Dentro, la sangre del Híbrido. El fluido sagrado de Azrael. El inicio del fin.
Al final del corredor, lo esperaban. De pie, con la calma de quienes no necesitaban rugir para ser temidos:
Mammon, impecable en su traje oscuro y anillos de oro macizo, con una sonrisa que olía a codicia. Astaroth, en su forma humana, cruzada de brazos, con ojos que analizaban cada movimiento como un depredador aburrido. Belial, apoyado contra una columna con expresión de fastidio y la campera aún a medio cerrar. Legión, múltiples voces en un solo cuerpo, girando un anillo en el dedo con un gesto que no dejaba ver emoción alguna.
Y detrás de ellos… Lucifer.
Traje gris carbón. Camisa negra. Ojos como cuchillas. Y una presencia que aplastaba el alma sin necesidad de elevar la voz.
Baphomet se detuvo. Rugió una última vez. Y entonces, su cuerpo comenzó a cambiar. El pelaje desapareció como humo. Las garras se encogieron. Las runas se desvanecieron, y volvió a su forma de "guardaespaldas infernal". Se arrodilló ante Lucifer sin dudar, extendiendo el orbe con ambas manos.
BAPHOMET (voz ronca):
—Mi Señor. Su sangre.
Lucifer lo tomó con delicadeza. Lo observó un instante. Y sonrió. Una sonrisa sin alegría. Sin calor. Solo… poder.
LUCIFER (apoyando una mano en su hombro):
—Por esto, es que siempre serás mi ejecutor favorito.
Le dio una palmada seca, firme. Baphomet se incorporó, el pecho erguido con orgullo.
Lucifer dio un paso al frente. Y su voz retumbó por todo el Gran Hall.
LUCIFER (golpeando un atril):
—Con estas gotas… haremos lo que llevamos milenios soñando. Lo que nos negaron. Lo que el cielo olvidó que merecemos. Con esta sangre abriremos los portales. Corromperemos el aire mismo y destrozaremos el Reino. Sus ángeles. Su falso salvador. Y a mi Padre. Lo haremos caer, y lo haremos rogar.
Un silencio reverencial cubrió la sala. Y entonces se giró hacia el costado, señalando con los dedos.
LUCIFER (voz con eco):
—Mammon. Astaroth. Belial. Preparen el terreno. Debiliten la Tierra desde adentro. Corrompan, seduzcan y derrumben. Hagan lo que mejor saben hacer.
Los tres se irguieron. Belial alzó una ceja.
BELIAL (señalando a Legión y Baphomet con la barbilla):
—¿Y ellos? ¿Vacaciones en el Caribe infernal?
LUCIFER (sonriendo, sin cambiar la postura):
—Ya hicieron su parte. Ustedes van ahora.
BELIAL (chasqueando la lengua):
—Genial.
Y se fue caminando, murmurando insultos arcaicos, mientras se dirigía hacia la Torre para buscar su campera de cuero. Esa que nunca usaba salvo cuando salía al mundo a destruir algo. Lo cual era siempre.
Mammon se puso sus anillos uno a uno, disfrutando el sonido metálico.
Astaroth se estiró como una diosa griega recién despierta.
ASTAROTH (suspirando):
—¿Vestido o cuero?
MAMMON (sin levantar la vista):
—Vestido. Siempre vestido.
Y así, uno a uno, comenzaron a marchar. Porque la sangre ya estaba derramada. Y el reloj del fin… había empezado a correr.
Londres, 16:47 hs. La ciudad que alguna vez fue sinónimo de control financiero… hoy arde en números rojos.
En la Bolsa de Valores, las pantallas parpadeaban con cifras en descenso. Rojo. Más rojo. Caídas históricas. Bancos temblando. La tensión era tan densa que parecía que el aire se podía romper con un suspiro.
Dentro del edificio, ejecutivos gritaban por sus teléfonos, operadores colapsaban sobre teclados, y varios inversionistas huían de la sala como si acabaran de ver a la muerte misma en traje de Armani.
Y entre ese infierno disfrazado de corbatas… Una figura observaba desde lo alto.
Elegante. Fría. Impecablemente vestido de negro. Mammon.
En su forma humana, parecía un asesor financiero más. Pero sus ojos, dorados como lingotes, brillaban con una malicia sobrenatural. Sus labios apenas se movían, pero su voz recorría las salas, susurrando promesas de ganancias imposibles, de atajos, de traiciones disfrazadas de estrategias.
MAMMON (sonriendo con soberbia mientras susurra en el oído de un CEO):
—Vendé antes que ellos. Aumentá la tasa. Cobrales por llorar si hace falta. Después decí que fue por el bien del mercado.
El hombre asintió, hipnotizado. No entendía por qué lo hacía… pero lo haría.
Mammon caminaba entre los hombres y mujeres como un espectro invisible, una sombra con traje que olía a perfume caro y a desesperación ajena. Su andar era calmo, casi etéreo.
MAMMON (con sonrisa cínica, mientras observa el pánico desatarse):
—Los humanos… siempre tan previsibles. Un poco de codicia… y caen como fichas de dominó.
Mientras afuera la prensa no entendía qué estaba ocurriendo, en las sombras, en las salas privadas de mármol y cristal, políticos y banqueros sellaban pactos.
Algunos en voz alta. Otros… con sangre. Mammon los guiaba, uno a uno, como peones.
Ni siquiera necesitaba magia. Solo un susurro. Una promesa. Un "podés tener más".
A kilómetros de distancia, en los suburbios… familias perdían sus hogares. Jubilados lloraban frente a cajeros vacíos. Niños veían cómo sus padres se quebraban por dentro.